jueves, 17 de diciembre de 2015

"Los Pazos de Ulloa": "Dice que aquí me manda un santo para que me predique y me convierta..."



Comentario a los dos primeros capítulos de "Los Pazos de Ulloa", de Emilia Pardo Bazán. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

En la introducción a la lectura de "Los Pazos de Ulloa", comentaba la accidentada llegada de "un curita barbilindo". Conocíamos a  Julián Álvarez que, "rojo como una fresa", encendimiento propio de su linfática constitución, sofrenaba al caballo y al miedo. El corcel indómito era un caprichoso "cuártago" y no había ladrones ni lobos, sólo un peón caminero y una mujer que amamantaba a su hijo delante del estiércol vegetal. Comprobaba que no contaban en leguas ni en kilómetros sino que  la distancia era primero "un bocadito" y luego "la carrerita de un can". Y sentía "indefinible malestar" ante "la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza", menos mal  que los tiros procedían de escopetas de cazador que no de forajido. 


"...la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza". "Galicia Única. Revista Digital Independiente"

Porque los lectores empatizamos con el cándido y decimonónico cura, criado en los aires urbanos de Santiago de Compostela, extraño, como mosca en leche, en el ambiente rudo y decadente de los pazos.  En toda la novela, lo vemos  luchar contra una violencia que amenaza con hacerle "besar el suelo". La afrontará con "palabrillas calmantes y mansas", su fe católica a machamartillo, su bondad natural y un ingrediente con que el casto curilla no contaba: el amor. 

En esta línea, escribe María Ángeles Ayala, en su introducción a la edición de Cátedra: 

"Múltiples son los elementos que configuran y dan vida al mundo de ficción de "Los Pazos de Ulloa". El perspectivismo o el choque mismo de visiones opuestas producen el enfrentamiento y la rivalidad de unos personajes cuyo proceso aparece analizado desde ópticas distintas. En la primera estructura el narrador enfoca a Julián desde el inicio mismo de la novela hasta el final del capítulo VII... la vida del pazo está contemplada desde la perspectiva de un personaje, don Julián, acostumbrado a la vida urbana...Él escudriña, juzga, valora todo lo que desfila ante sus ojos, percibiendo el lector su peculiar forma de sentir y apreciar las cosas, los objetos, las personas..."

De perspectiva a perspectiva, me gustaría contaros como percibo yo la perspectiva del personaje. Como en otras ocasiones, voy a cometer una travesura literaria y de la tercera a la primera persona porque...me resulta más cómoda. Siguiendo al narrador sabelotodo, perdóneme usted doña Emilia, me voy a inventar un cuentecillo.

Érase una vez una vieja carpeta, encontrada en una vieja casona de Santiago de Compostela. Estaba en un cajoncillo oculto en un viejo bargueño y encontrola, por casualidad, un peregrino alojado en la casona, convertida en albergue. Contenía unas cartas que Julián Alvárez envió a su madre, poco después de su llegada a los pazos. Ya sabéis, misia Rosario, ama de llaves de los de la Lage, personaje apenas esbozado por doña Emilia. Entregómelas el peregrino para que se las custodiase, pronto volvería a por ellas. Me había conocido leyendo "Los Pazos de Ulloa", junto a las tapias del Paseo del Parral, un lugar que ve pasar a muchos que van camino de Compostela. Le parecí persona de confianza, que no esperaba encontrar una lectora de la Pardo Bazán por estas castellanas tierras. Y colorín colorado.



Aquí tenéis la primera:

Mi queridísima madre:

Comienzo esta carta deseando, de todo corazón, que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Su hijo de usted, el que esto escribe, hállase sano de cuerpo y alma, gracias sean dadas a Dios y a la Santísima Virgen.


Hallome vivo, a pesar de mi accidentada llegada a estas tierras, en un caballejo que dio señales de locura, en una pendiente del camino real de Santiago a Orense. Aunque me agarraba con todas las fuerzas a la rienda, el animal se empeñaba en bajar la cuesta a trote o a galope. Inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas. Sentí miedo, lo reconozco, madre, como si el cuártago fuese algún corcel rebosando fiereza y bríos. Mas mi escasa maestría hípica no ha de causarle preocupación, que en los Pazos de Ulloa habrá ocasión de ejercitarme en el arte de sujetar las riendas y evitar caídas. Hablo de caballos, que para domar la voluntad confío en mi formación de sacerdote y en la ayuda del Altísimo. 



Advirtiome usted que la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza puede acongojar al hombre de ciudad. Pudo comprobarlo este reciente misacantano, nacido y criado en Santiago. No pude menos que exclamar: "¡qué país de lobos!". Me venían a la cabeza historias de viajeros robados y asesinados. No, madre, no creo en agüeros; mas aquella cruz negra en el camino me hizo estremecer. Recé un padrenuestro. El caballo temblaba, sin duda olfateaba el rastro de algún zorro. Con un trotecillo medroso me condujo a una encrucijada. Entre las ramas de un castaño, erguíase el crucero, tosco, tan mal labrado que parecía románico; mas el dosel natural del árbol era poético y hermoso.



Me tranquilicé, recé lleno de devoción y mis ojos dieron, por fin, con los pazos de Ulloa. 



Poco duró la contemplación porque retumbaron dos tiros y estuve a punto de besar la tierra, pues el rocín huyó como loco de terror. Quedé frío de espanto, sin atreverme a averiguar dónde estarían ocultos los agresores. El susto fue corto, vi descender a tres cazadores con sus perros perdigueros. El primero era alto, robusto y de unos treinta años, bien vestido y equipado, con una moderna escopeta de dos cañones.  El segundo, más mayor, de más baja condición; llevaba una vieja escopeta de pistón y una expresión de astucia salvaje. Del tercero, era evidente su condición de sacerdote, a pesar de no llevar alzacuello; que el Orden Sacerdotal  imprime un sello tal que ni las llamas del infierno consiguen cancelar. 



Les pregunté si iba bien para la casa de don Pedro, el señor marqués de Ulloa. ¡Qué casualidad! Estaba ante el mismo señor marqués de Ulloa, era el cazador alto. Me preguntó si yo era el recomendado de su tío, don Manuel, el señor de la Lage. Respondí gozoso: "servidor y capellán" y eché el pie a tierra, auxiliado por el sacerdote que resultó ser el abad. 

Sé que se estará preguntando qué impresión me dio el marqués. Sé que usted le conoció de niño y tendrá un tierno recuerdo. Pero a mí no me pasó inadvertida su dura mirada, a pesar de su acogida tan llana y afable. 


Yo, respetuoso, me deshacía en explicaciones corteses y aduladoras, lo que se suele hacer con los señores.  Que el señor de la Lage tan bueno, con el humor de siempre y "guapote para su edad", que "si fuese su señor papá de usted no se le parecería más"Que las señoritas "muy bien, muy contentas y muy saludables". Que del señorito Gabriel, en Segovia, con buenas noticias. Ya sabe que las señoritas y el señorito son un poco mis hermanos, criados todos bajo el mismo techo, guardando una prudente distancia.



Mientras yo sacaba la carta que me entregó don Manuel para don Pedro Moscoso, el zorruno cazador de la escopeta vieja clavaba en mí sus ojuelos, "con pertinacia escrutadora". El marqués leyó la misiva y soltó una carcajada. Se reía porque su tío, tan guasón, le decía que le mandaba un santo, el santo era yo, para convertirle. Y el señorito porfiaba que "no parece sino que tiene uno pecados". Y preguntaba al abad: "¿Verdad que ni uno?". Qué sangre fría la del abad al asegurar que "aquí todos conservamos la inocencia bautismal". No podía creer que un sacerdote se tomara a broma lo más sagrado, madre. Me miraba con desdén "a través de sus erizadas y salvajinas cejas", nunca vi un colega tan desaseado y montaraz. Le cambió la cara cuando vio mis guantes y algo dijo de curas "miquitrefes" y de lo que haría si fuera arzobispo. ¡Dios nos libre!

San Xiao, San Julián 

Cuando llegamos al Pazo era noche cerrada, sin luna. Ninguna luz brillaba en el imponente edificio y el marqués se dirigió a un postigo lateral, muy bajo, donde apareció una mujer corpulenta, alumbrando con su candil. Cruzamos corredores sombríos y una bodega para llegar a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo gruesos cepos de roble. Ya sabe: una elevada campana, chorizos, morcillas y algún jamón. A los lados, unos bancos para sentarse y calentarse "oyendo hervir el negro pote", el cielo y el infierno juntos.


"A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja". Sólo la distinguí un instante, con sus greñas blancas sobre los ojos y su cara rojiza al resplandor del fuego. Porque no bien advirtió que venía gente, se levantó aprisa y , murmurando con voz quejumbrosa "buenas nochiñas nos dé Dios", se desvaneció como una sombra. El marqués se encaró con la moza, al parecer la vieja no era de su agrado: "¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?". La moza contestó apaciblemente que no hacía mal, que le ayudaba a pelar castañas. Primitivo paró las iras del amo, mostrando él aún "mayor imperio y enojo": "¿Qué estás parolando ahí? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das corriendito? Menéate, despabílate.". ¡Era su hija!

Sabel, que así se llama la cocinera, puso la mesa. Ay, pensé, si lo viera Misia Rosario, tan pulcra para las cosas de la casa. Una mesa de roble denegrida, un mantel grosero manchado de vino y grasa, platos de peltre, "cubiertos de antigua y maciza plata", un enorme mollete y un jarro de vino en sintonía con el pan. Primitivo vació allí mismo su morral, salieron dos perdigones con una liebre muerta y ensangrentada. ¡La plata de los antepasados sobre el más que sucio mantel! Sabel revolvía y destapaba tarteras, "tomó del vasar una sopera magna" y de nuevo sufrió las iras del marqués. 

Los perros, los perros, ahora eran los perros que acudieron como si comprendieran su derecho a ser atendidos antes que nadie. Creí que había aumentado el número de los canes de tres a cuatro. Pero, al entrar el grupo canino a la luz del fuego, advertí que lo que yo tomaba por otro chucho no era sino un rapazuelo de tres o cuatro años, con una ropa acastañada y blanca que podía equivocarse con la piel de los perdigueros. El pequeño vivía en la más estrecha fraternidad con los canes, era uno más. 


Perucho

"Primitivo y la moza disponían  en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote". El marqués vigilaba la operación y, no quedando satisfecho, escudriñó las profundidades del caldo hasta sacar tres gruesas tajadas de cerdo que distribuyó en las cubetas. Los perros daban alaridos entrecortados, como preguntando si podían comer esa comida tan apetitosa. A una voz de Primitivo, sumieron el hocico en ella y se oía el batir de sus mandíbulas y el chasquido de sus lenguas. Aquello era el mundo al revés, nadie se había preocupado de dar de comer al chiquillo que gateaba por entre las patas de los perdigueros, los cuales le amenazaban enseñándole los dientes. De pronto la criatura echó mano a un tasajo de la cubeta de la perra Chula que le lanzó una feroz dentellada. Por fortuna, sólo le alcanzó la manga y le obligó a esconderse entre las sayas de la moza que ya había empezado a repartir el caldo a los racionales. ¿Su madre?

Yo me compadecí del chiquillo y lo tomé en brazos. Pude ver que "a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo". No se imagina usted madre un ángel tan bello y tan sucio. 



Yo le hablaba con cariño: pobre, te ha mordido la perra, vamos a reñirla a la pícara malvada. Pero aquello le sentó mal al marqués que me lo arrancó bruscamente. Lo sentó en sus rodillas, le palpó las manos y , seguro de que sólo sufrió el chaquetón, soltó la risa. Le llamó farsante, le advirtió que un día le comería media nalga, para qué te metes con ella. Hasta aquí, todo normal. Pero tras la pregunta "¿En qué se conocen los valientes?", colmó su vaso de vino y se lo dio al niño que lo apuró de un sorbo. Yo le advertía al marqués que el vino es veneno para las criaturas, que podía morirse, que lo que tendría es hambre. El marqués ordenó imperiosamente a la criada que le diera de comer. El niño, Perucho, acabaría mortalmente pálido. Primitivo me miró friamente y puso una moneda de cobre en la mano del niño y la botella en su boca, consiguiendo que todo el vino fuera a parar al infantil estómago. Aquello era un pecado y yo imploraba por Dios y por la Virgen. ¡Lo iban a matar! Yo estaba encendido de indignación, eché a un lado mi habitual mansedumbre y timidez. 



Nunca olvidaré aquella cena, madre. El caldo, el cocido, la montaña de huevos con chorizo, el vino "tostado". Qué pesadilla, el banquete se prolongaba, el vino calentaba las cabezas. Y Sabel servía con más y más familiaridad y reía, apoyada en la mesa, los chistes subidos de tono, los que me hacían bajar los ojos. Yo no sabía nada de bromas de cazadores. Sabel me desagradaba, a pesar de sus lozanas carnes, sus ojos azules, sus trenzas, su nariz. Evitaba mirarla, miraba al niño, a Perucho. En el Seminario me enseñaron a evitar ocasiones de pecado. 

Sabel se alejó cargada con el niño, como una cuba, con sus  piernecitas balanceándose inertes. La cena acabó en silencio. Ya en la habitación que me habían destinado, saqué una estampa de la Virgen del Carmen y recé arrodillado la media corona, contando con los dedos. Estaba molido y las sábanas me llamaban. Me eché y los acontecimientos de la jornada danzaban en mi cabeza: el caballejo, la cruz negra, la cena, la bulla, el niño borracho, Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad bebedor, los perros sobradamente atendidos y el marqués...Todo un resumen como el de un escritor de novelones.



El señor de la Lage ya me advirtió que encontraría a su sobrino"bastante adocenado". Que la aldea "envilece, empobrece y embrutece". Casi al punto de que acudiera a mi memoria tan severo dictamen, me arrepentí, sentí una penosa inquietud. ¿Quién me mandaba a mí hacer juicios temerarios? Yo estaba allí para decir misa y ayudar al marqués en su administración, no para fallar acerca de su conducta y su carácter. Me dormí profundamente. 

No deseo ser causa de su preocupación, madre. Podré ser un buen capellán y arreglaré los documentos de su archivo, por muy desordenados y empolvados que se hallen, aunque críen gusanos de esos que crecen con la humedad. Y no juzgaré a mi señor don Pedro Moscoso, marqués de Ulloa. 

Seguiré contándole, madre. Reciba un abrazo de su hijo Julián Álvarez.

Aquí termina la primera carta. Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino


6 comentarios:

la seña Carmen dijo...

... y si no sucedió así, bien pudo suceder. Ciertamente no diferiría mucho la carta que envió Julián a su madre, pero sigo con la duda de si Julián es tonto o se lo hace. Cala muy pronto al abad, ve enseguida que Primitivo es hombre hosco y violento y no sabe hallar respuesta a quién puede ser la madre del niño, pese a tener la respuesta ante sus ojos.

Ciertamente Julián está muy bien trazado, muy bien descrito, pero colma un poco mi paciencia. ¿Lo haría la Pardo Bazán a propósito? Porque bien podría haber mandado un cura más normal a contarnos lo que pasaba en el pazo, al abad de Naya, por ejemplo, pero a lo mejor en este puro contraste está el quid de la narración.

Gelu dijo...

Buenos días, Abejita de la Vega:

Me han gustado mucho las cartas entre madre e hijo.
A mi el capellán Julián me cae estupendamente. Es un muchacho inocente, criado -a distancia- entre buenas niñas y luego en el seminario, al que no iría por falta de alimentos, ni por aprender un poco como era lo habitual.
En cuanto a lo que dice María del Carmen Ugarte de si el personaje es tonto o se lo hace, mi opinión es que ni una cosa ni otra. Simplemente carecía de malicia, y viviendo en la ciudad en ese ambiente, ignoraba todas las enseñanzas que ofrece la naturaleza.
El santo de la palomita, la verdad es que tiene poco que ver con la figura de nuestro serio paisano, ni en la vestimenta. ¡Qué buen humor doña Emilia al referirse a su postura!.

Abrazos

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Es un magnífico enfoque. Me ha gustado cómo juegas con todo ello y la carta a la madre. Como dice Carmen, arriba, uno a veces piensa que el bueno de Julián no es tan bueno... o sí.

Myriam dijo...

Jajajajaja muy buena tu carta!!!!

LO que pasa es que el bueno de Julián, a propó de lo que Carmen
y el profe dicen, tiene una soberbia represión,
de ahí que parezca tonto o mejor dicho, cándido. Eso, para no
tener que ponerse el silicio y darse azotes.... jejeje

Besos



Bertha dijo...

Este buen hombre o encarrilador de almas de momento lo que esta es aprendiendo a encajar en ese ambiente, de caciquismo y despotismo:tiempo al tiempo.

De esta novela se hizo una excelente versión para T.V.

Que pases una Felices Fiestas estimada MªAngeles.

María Pilar dijo...

Cuánto te lo curras Mª Ángeles. Yo tengo que ponerme las pilas y leer de nuevo el libro que lo tengo olvidado. Mientras, te seguiré leyendo; esa manera tan profunda que tienes de descubrirnos a los personajes me encanta.
¡Felices fiestas navideñas!