jueves, 31 de diciembre de 2015

El almendro campeño comienza a florecer. ¡En cuántas de nuestras lecturas hay almendros en flor!

Foto de Isabel Delgado, mi amiga campeña.

A todos los que pasáis por aquí:

Os deseo feliz año 2016 con este almendro que empieza a florecer en Campo Real. ¡Este año sí que se ha adelantado!


¿En cuántas de nuestras lecturas hay almendros en flor?

En "Nada" de Carmen Laforet leíamos:

"Me acuerdo de que en marzo volvíamos cargadas de ramas de almendro florecidas"

A ver si encontráis más.

¡Feliz Año Nuevo 2016!

Os desea María Ángeles Merino

miércoles, 30 de diciembre de 2015

"Los Pazos de Ulloa": "la casa de Ulloa...enmarañada y desangrada, era lo que presumía Julián: una ruina"


Comentario a los capítulos cuarto y quinto de "Los Pazos de Ulloa", de Emilia Pardo Bazán. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Os saludo a todos los que pasáis por aquí, en un 30 de diciembre, a punto de acabar este 2015. Recordáis de la entrada anterior que, de perspectiva a perspectiva, cometí una travesura literaria y de la tercera pasé a la primera persona porque...me resultaba más cómoda. Siguiendo al narrador sabelotodo, me perdonará doña Emilia, me inventé un cuentecillo:

Érase una vez una vieja carpeta, encontrada en una vieja casona de Santiago de Compostela. Estaba en un cajoncillo oculto en un viejo bargueño y encontrola, por casualidad, un peregrino alojado en la casona, convertida en albergue. Contenía unas cartas que Julián Alvárez envió a su madre, poco después de su llegada a los pazos. Ya sabéis, misia Rosario, ama de llaves de los de la Lage, personaje apenas esbozado por doña Emilia. Entregómelas el peregrino para que se las custodiase, pronto volvería a por ellas. Me había conocido leyendo "Los Pazos de Ulloa", junto a las tapias del Paseo del Parral, un lugar que ve pasar a muchos que van camino de Compostela. Le parecí persona de confianza, que no esperaba encontrar una lectora de la Pardo Bazán por estas castellanas tierras. Y colorín colorado.

Aquí tenéis la tercera carta de Julián a su madre.

Mi queridísima madre:

Comienzo esta carta deseando, de todo corazón, que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Su hijo de usted, el que esto escribe, hállase sano de cuerpo y alma, gracias sean dadas a Dios y a la Santísima Virgen.

Le contaba a usted que el señorito don Pedro dejome bregar solo con los documentos, que unos polvorientos legajos no tienen nada que hacer ante un bando de codornices entretenidas en comerse la espiga madura.



Limpio, sacudo, aliso y pego papelitos para juntar trozos rotos. Paréceme que pongo en orden la misma casa de Ulloa,  que saldrá de mi mano hecha una plata,  ya ve qué iluso su hijo. La tarea no es nada fácil, me disgusta mancharme y me sofoca la mohosa humedad. 

El diente del ratón ha desmenuzado muchos papeles y las polillas, "polvo organizado y volante", se meten por entre mi sotana. Las correderas salen furiosas de sus escondites y yo he de  vencer la repugnancia que me produce el despachurrarlas con los tacones, tapándome los oídos para no oír el ¡chac! de sus cuerpos. Sí, madre, las cucarachas. También las arañas, pero afortunadamente son  más listas y se refugian prontísimamente. 




Pero el bicho más asqueroso es una especie de gusano de humedad, frío y negro, que encuentro hecho una rosca debajo de los papeles. 


Al fin, a fuerza de paciencia, triunfo sobre las alimañas y, en los estantes, se alinean ya los documentos que ahora ocupan la mitad. Aparto las ejecutorias con sus plomos colgando y las envuelvo en paños limpios. 



A continuación, me pongo con los libros antiguos, la biblioteca de un Ulloa de principios de siglo. Cojo un tomo al azar: La Henriadade ¡el señor de Voltaire! Ya conoce usted, madre, lo que me disgusta ese gabacho, de buena gana lo despachurraría como a las cucarachas. Dejo el tomo en su sitio y mi condena consiste en no pasar un mal paño por el lomo de los libros. Polillas, gusanos y arañas encontrarán refugio a la sombra de Voltaire y de su enemigo el sentimental Juan Jacobo.


Wikipedia

Doy por terminada la limpieza material del archivo, mas queda pendiente la verdadera obra de romanos: la clasificación. ¡Aquí te quiero ver! parecen decirme los papelotes cuando intento separarlos. No hay faro que me guíe por el piélago insondable, me encuentro en un laberinto sin hilo conductor. 



Sólo dos cuadernos mugrientos donde mi antecesor, el abad de Ulloa, apuntaba los nombres de los pagadores y arrendatarios de la casa. Al margen, con un signo ininteligible o con palabras enigmáticas, el balance de sus pagos. Una cruz, un garabato, una llamada y, los menos, lo más claro: no paga, pagará, va pagando y ya pagó. A saber lo que significan las cruces y los garabatos. Termino con una jaqueca tremebunda y bendigo a fray Venancio que no dejó ni rastro de las cuentas. 

Me desojaba para entender la letra antigua y las rúbricas. Creía posible, al menos, separar lo correspondiente a los tres o cuatro partidos de renta con que contaba la casa. Me perdía en un dédalo de foros y subforos, prorrateos, censos...pleitillos y pleitazos. Me confundía aquella papelería trasconejada, me faltaban conocimientos. Hube de rendirme: "Señorito, yo no salgo del paso. Aquí convenía un abogado, una persona entendida".



Díjome el marqués que hacía tiempo que él lo pensaba también. Que la documentación debía andar perdida, que era indispensable tomar mano en eso; mas, mientras hablaba, le ponía el collar de cascabeles a la perra Chula. Matar codornices era prioritario, no me engañaba su entonación vehemente y sombría. 

Aquel archivo me había producido la misma impresión que toda la casa, una ruina vasta y amenazadora, un pasado de grandeza que se desmoronaba. Ya me contó usted que don Pedro Moscoso de Cabreira y Pardo de la Lage quedó huérfano de padre muy niño aún y fue educado por su tío Gabriel, a su imagen y semejanza, llevándolo a ferias, cazatas y francachelas rústicas, enseñándole el desprecio de la humanidad y el abuso de la fuerza, "especie de señor feudal acatado en el país". 



Me contaba usted que, a no ser por su orfandad, acaso el señorito hubiera tenido carrera; que los Moscosos conservaban cierta tradición de cultura trasañeja, suficiente para empujarlo a los bancos de un aula. También de la mala administración de Fray Venancio, el exclaustrado medio tonto que puso don Gabriel, y de la obsesión de su hermana doña Micaela, la madre del señorito, por las peluconas de oro, las cuales guardaba celosamente en un escondrijo misterioso, toda una leyenda.  Y de un robo que sufrieron a mano de una gavilla de veinte hombres tiznados con carbón, los cuales la torturaron hasta que tuvo a bien levantar unas tablas debajo de un arca. ¡Desde niño me contaba madre estas historias como si de nuestra propia familia se tratara! 


Pelucona

Enmarañada y desangrada, a pesar de poseer dos o tres núcleos decentes de renta, la casa de Ulloa es una ruina. Para pagar censos atrasados e intereses la casa hubo de gravarse con una hipoteca no muy cuantiosa, pero la hipoteca es como un cáncer que acaba por inficionarlo todo. El señorito buscó las monedas de su madre; pero , o no atesoró nada después del robo, o las ocultó tan bien que ni el diablo las encontrara. 



La vista de la hipoteca me entristeció, pues yo empezaba a sentir la adhesión de un buen capellán por la casa noble a la que sirve. Pero lo que más me llenó de confusión fue encontrar "entre los papelotes la documentación relativa a un pleitecillo de partijas, sostenido por don Alberto Moscoso, padre de don Pedro, con... ¡el marqués de Ulloa!". Descubrí que los aldeanos llamaban marqués al que, en realidad, no lo era; pues el marquesado pasó en su momento a una rama colateral. Cuando un labrador se descubría ante él  y le decía "señor marqués", a don Pedro se le notaba la vanidad y contestaba al saludo con voz sonora. 

Bien sabe Dios lo que me gustaría ejercer con inteligencia mis funciones de administrador, mas no acierto. Ni las cosas rurales ni las jurídicas son mi fuerte. Me tomo el trabajo de ir a los establos, a las cuadras, de saber de cultivos, de preguntar por la granera, el horno, los hórreos, las eras...Para qué sirve esto, para qué sirve aquello. Olfateo abusos y desórdenes, no consigo poner el dedo en ellos ni remediarlos. 



Como el señorito no me acompaña, el guía es Primitivo, pesimista si los hay. Cada reforma que planteo, la califica de imposible. Nada es superfluo, todo es indispensable. Todo son dificultades, nada se puede modificar. Me alarma su omnipotencia.  Todos le obedecen, ya sean mozos, colonos, jornaleros o ganado, créalo madre. Al señorito lo tratan con respeto adulador, a mí me dirigen un saludo mitad desdeñoso, mitad indiferente; pero la sumisión hacia Primitivo no se manifiesta por fórmulas exteriores, sino por el acatamiento instantáneo a su voluntad. Basta una mirada directa y fría de sus ojuelos sin pestañas. 


Primitivo entre el cura Julián y don Pedro

Me siento humillado ante un hombre que manda como un autócrata, desde su puesto de criado con ribetes de mayordomo. Siento su mirada, avizora mis menores actos, me estudia el rostro, sin duda para averiguar mi lado vulnerable. Tal vez piensa que no hay hombre sin vicio, y yo no he de ser excepción.

Siento causarle pesar, madre, voy a procurar descubrir también el lado positivo de estos pazos de Ulloa. Corre el invierno y me habitúo a la vida campestre. El aire vivo y puro me abre el apetito. ¡La Naturaleza! 



He cambiado las efusiones de devoción por una caridad humana que me lleva a interesarme en lo que veo a mi alrededor, en especial los niños y los irracionales. En especial, me duele Perucho, el rapaz embriagado por su abuelo. Se pasa el día hundido en el estiércol de las cuadras, jugando con los becerros, mamando la leche caliente de las vacas o durmiendo entre la hierba que come la borrica. 

Determiné enseñarle el abecedario, la doctrina y los números. ¡Su hijo de maestro! Me acomodo en la mesa de la cocina, cojo al niño en mis rodillas y le voy guiando el dedo sobre el silabario, repitiendo la salmodia por donde empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí...Perucho bosteza, hace muecas, llora, chilla como un estornino preso, se acoraza, se defiende pateando, gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose al menor descuido mío. Al final, se oculta en un rincón o vuelve al establo. Se porta como un animalillo, igual.


En estos días fríos, la cocina se convierte en tertulia de mujeres. Entran descalzas y pisando recelosas, con la cabeza tapada por un mandilón. Traen mucho frío, gimen de gusto al poner sus manos en el fuego. Algunas traen el huso y el copo para hilar, otras sacan unas castañas y las asan en el rescoldo. Empiezan por cuchichear bajito, acaban charloteando como cotorras. Sabel es allí la reina, recibe el incienso de las adulaciones mientras llena cuencos y más cuencos de caldo. Hambrientas, se las oye mascar, soplar y lengüetear ansiosamente. Noches hay en las que la moza no cesa de colmar tazas, mientras las mujerucas entran, comen y se marchan para dejar sitio a otras, la parroquia entera.



Al salir cogen aparte a Sabel y secretean con ella. Si quisiera vería como esconden rápidamente trozos de tocino o lacón en sus justillos y como vuelan los chorizos, a toda velocidad, hasta sus faltriqueras. Pero no quiero ver, en especial a la bruja de  las greñas de estopa, la que secretea más íntimamente. ¡Qué fealdad más imponente, madre! Las cejas canas, las cerdas de su enorme lunar, el enorme bocio que deforma su garganta...Mientras hablan, recuerdo una estampa de las tentaciones de San Antonio: una asquerosa hechicera junto a una mujer muy hermosa.

Me desagrada la tertulia y las familiaridades de Sabel que se me arrima continuamente, a pretexto de buscar algo en el cajón de la mesa. Ya ve, madre, que le cuento a usted intimidades como lo haría a mi confesor...Cuando la aldeana fija en mí los ojos azules me siento muy molesto. Un malestar sólo comparable al que me causan los ojos de hostilidad de su padre, Primitivo. Es como si yo fuera la res que desea cazar cuanto antes. 
Cuando pase el invierno y el calor de la lareira no sea ya apetecible, me refugiaré en mi cuarto y daré allí la lección a Perucho. Entonces podré también arrastrarlo hacia la palangana y quitarle la media pulgada de roña que le cubre la piel. Y el pelo,donde duermen capas y más capas de tierra y guijarros. Jabón, aceite, pomada, un batidor de gruesas púas...Se sonreirá usted ante esto que le cuento. 


Perucho de la serie televisiva

Si viera a Perucho. ¡Es pasmoso lo bonito que ha hecho Dios a este muñeco! Parece un Cupido. En cuanto a las lecciones, su desaplicación me desespera. Espero que no se ponga a jugar con la tinta y la pluma cuando toque la lección de escritura. ¡Que ya debe tener cuatro años! Y que no me revuelva el cuarto, ahora que lo tengo ordenado. Ahora no me importaría que misia Rosario lo visitara.
En cuanto a la madre de la criatura, siempre encuentra algún pretexto: retirar el servicio del chocolate, mudar la toalla...Alardea de una confianza que yo no autorizo en modo alguno. Arregla cosas que no están revueltas o se pone de pechos en la ventana, "risueña y campechanota". Mi vocación sacerdotal es firme y ni el mismo diablo disfrazado podría torcerla. (Aquí un borrón de tinta).



Interrumpí mi escritura ayer, un inoportuno borrón. El secante ha cumplido su función y sigo la carta.

Esta mañana entró Sabel con la jarra del agua para las abluciones. Venía en justillo y enaguas, "con la con la camisa entreabierta, el pelo destrenzado y descalzos un pie y pierna blanquísimos". Retrocedí "y la jarra tembló en su mano, vertiéndose un chorro de agua por el piso". Le dije que se cubriera, con la voz sofocada por la vergüenza. Que no era modo de presentarse. Sin alterarse me respondió que se estaba peinando y pensó que yo la llamaba. 

La reprendí severamente, que aunque la llamase no era regular venir en ese traje. Que otra vez que se estuviera peinando...me subiera el agua Cristobo o la chica del ganado, o cualquiera. Me volví de espaldas para no verla más y ella se retiraba lentamente.



Me he propuesto, madre, huir de la muchacha, aunque me parece "poco caritativo atribuir a malos fines su desaliño indecoroso". Prefiero "achacarlo a ignorancia y rudeza". Mi obligación de sacerdote es "enseñar, corregir, perdonar, no pisotear a la gente como a los bichos del archivo". Sabel tiene "un alma, redimida por la sangre de Cristo igual que otra cualquiera. Pero ¿quién reflexiona, quién se modera ante tal descaro? ". ¿Cómo puede haber mujeres así? La recuerdo a usted, madre "tan modosa, siempre con los ojos bajos y la voz almibarada y suave, con su casabe abrochado hasta la nuez, sobre el cual, para mayor recato, caía liso, sin arrugas, un pañuelito de seda negra".

 "¡Qué mujeres! ¡Qué mujeres se encuentran por el mundo!".


Le contaré en qué para todo esto. Cuento con la ayuda de Fray Luis de Granada y San Juan Crisóstomo, con sus seis libros. Y con la de Dios. 




 Reciba un abrazo de su hijo Julián Álvarez. ¿Peco acaso de ingenuo, madre?

Aquí acaba la tercera carta de Julián Álvarez a su madre, misia Rosario, desde los Pazos de Ulloa.

Un abrazo para todos los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino

¡Y Feliz Año Nuevo 2016!



miércoles, 23 de diciembre de 2015

"Los Pazos de Ulloa": "la naturaleza...casi le infundía temor por la vital impetuosidad que sentía palpitar en ella"

En el día de la Salud

Comentario al tercer capítulo de "Los Pazos de Ulloa", de Emilia Pardo Bazán. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Os saludo a todos los que pasáis por aquí, en el llamado Día de la Salud.  Recordáis de la entrada anterior que, de perspectiva a perspectiva, cometí una travesura literaria y de la tercera pasé a la primera persona porque...me resultaba más cómoda. Siguiendo al narrador sabelotodo, me perdonará doña Emilia, me inventé un cuentecillo:

Érase una vez una vieja carpeta, encontrada en una vieja casona de Santiago de Compostela. Estaba en un cajoncillo oculto en un viejo bargueño y encontrola, por casualidad, un peregrino alojado en la casona, convertida en albergue. Contenía unas cartas que Julián Alvárez envió a su madre, poco después de su llegada a los pazos. Ya sabéis, misia Rosario, ama de llaves de los de la Lage, personaje apenas esbozado por doña Emilia. Entregómelas el peregrino para que se las custodiase, pronto volvería a por ellas. Me había conocido leyendo "Los Pazos de Ulloa", junto a las tapias del Paseo del Parral, un lugar que ve pasar a muchos que van camino de Compostela. Le parecí persona de confianza, que no esperaba encontrar una lectora de la Pardo Bazán por estas castellanas tierras. Y colorín colorado.


Aquí tenéis la segunda carta:

Mi queridísima madre:

Comienzo esta carta deseando, de todo corazón, que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Su hijo de usted, el que esto escribe, hállase sano de cuerpo y alma, gracias sean dadas a Dios y a la Santísima Virgen.


Contábale en mi anterior carta como, a la hora de acostarme, los acontecimientos de la jornada danzaban en mi cabeza: el caballejo, la cruz negra, la cena, la bulla, el niño borracho, la criada provocativa, el capataz insolente, el abad bebedor, los perros sobradamente atendidos y el marqués...Todo un resumen como el que los autores de los novelones ofrecen a sus lectores para repasar lo acontecido y dar tregua a la montaña de acontecimientos. 



Al día siguiente, "un sol de otoño dorado y apacible" daba de lleno en la habitación que me han destinado. La conozco a usted y seguro que se está preguntando cómo es tal estancia. Le diré que vastísima y sin cielo raso, con tres ventanas de anchos poyos y vidrieras faltosas de vidrios, suplidos por papeles pegados con obleas. Por todas partes, asomaban reliquias del paso del anterior ocupante, el abad de Ulloa: puntas de cigarros adheridas al suelo, botas inservibles, collares de perros, jaulas, una piel de conejo maloliente...Entre las vigas pendían las telarañas y el polvo descansaba tranquilamente por todas partes. Para su tranquilidad, le diré que ahora está barrida y recogidiña.

¡Si usted la viera antes! No hubiera parado hasta dar con una escoba, seguro. Tanta porquería me infundía deseos de primor y limpieza, en consonancia con la pureza del alma a la que aspiro. Nunca le comenté como mis compañeros de Seminario me llamaban San Julián y añadían que sólo me faltaba la palomita en la mano. Algunos me tildaban de pacato y doncellita, de niño cosido a las faldas de mamá, ignorante de las cosas de la vida. ¡Cómo si los libros piadosos no enseñaran tal materia! ¡Qué ignorantes!


San Julián, San Xiao.

Porque usted me empujó desde la más tierna edad hacia la Iglesia y yo me dejé de buen grado, que era  muy dulce el empujón. Que de niño ya jugaba a cantar misa. La gracia de Dios vino en mi ayuda y la continencia me fue fácil. Sin ardores ni rebeldías, como una malva; mas no me faltan energías súbitas, de esas un tanto explosivas. 



¡Ay! Miro la habitación y la veo, madre, sahumar mi ropa con espliego y colocar una camuesa en cada par de calcetines. ¡Y aquellos desaseados compañeros que me llamaban seminarista "pollo"! Todo por mis frecuentes abluciones de manos y cara que extendería sin duda al resto del cuerpo, sino fuera por el pudor ante mi propia carne, ocasión próxima de pecado.

Aquella primera mañana, necesitaba chapuzarme, todavía llevaba encima el polvo del camino; pero no había ni jarra, ni toalla, ni jabón, ni cubo. Sólo una palangana en el poyo. Decidí refrescarme con aire, ya que con agua era imposible. Abrí la ventana  y la vista me dejó encantado. Viñas, castañares, campos de maíz y robledas ascendían en suave pendiente. El huerto verde y amarillo, con el estanque como un espejo. El aire oxigenado entraba en mis pulmones y sentía disipar el vago terror que me infundía la gran casa y sus moradores. 


Como para renovar ese terror, entreoí detrás de mí rumor de pisadas cautelosas y, al volverme, vi a Sabel, la muchacha de la cocina, que traía una jícara de chocolate y un púlpito de agua con una gruesa toalla.


 Diccionario de la RAE, edición 1899.

Venía arremangada y con el pelo alborotado, como del calor de la cama. Me apresuré a ponerme el levitín y le pedí que otra vez hiciera el favor de llamar antes de entrar, que podría estar en la cama...o vistiéndome. Me miró y no se turbó lo más mínimo, exclamó que no sabía y el que no sabe...

Yo quería decir misa antes del chocolate. Ella me replicó que no podría ser, la llave de la capilla la tenía el señor abad de Ulloa, que "Dios sabe hasta cuando dormirá". "¡Dos días sin misar!". Le gustará saber, madre mía, que todavía siento el entusiasmo del misacantano, que me conmueve verme vestido con la ropa litúrgica, que tiemblo cuando alzo la Sagrada Forma, que la consumo recogidamente. No es cualquier cosa el cuerpo de Cristo.



Me resigné a no misar y tomar el chocolate. Quería que limpiase aquello y no sabía como decírselo. Le pregunté si hacía mucho que no dormía en el cuarto el señor abad. Me contestó que dos semanas, yo le indiqué que sería bueno barrer y pasar la escoba entre las vigas. Su respuesta me dejó pasmado. No, el señor abad no le mandó nunca que le barriera el cuarto; pero ella, muy sumisa, me aseguró que lo arreglaría muy arregladito. 



Ante tanta humildad, quise "mostrarle un poco de caritativo interés". Le pregunté por el niño, si no le sentó mal lo de ayer.  Me contestó que durmió como un santiño y andaba ya por la huerta. Así era, lo vi tirando piedras al estanque. Es increíble, madre, lo duros que son desde niños los de esta tierra. Mas yo hube de advertirle gravemente, no debía consentir que le emborracharan al chiquillo, era obligación suya el impedirlo. Sabel  fijaba en mí sus ojos azules, como quien no entiende. Al fin me dijo despacio: "Yo qué quiere que le haga... No me voy a reponer contra mi señor padre". 

Callé atónito, no supe replicar ni censurar. Me llevé la taza a la boca para disimular. Figúrese, madre, el que embriagó a la criatura, ese Primitivo, era su propio abuelo. Pregunté si el marqués andaba ya levantado, ante la respuesta afirmativa, le pedí que me llevara junto a él. 

Antes de dar con don Pedro, recorrimos casi toda la huerta. "Aquella vasta extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia".  Las armas de la casa, trazadas con mirto, son matorral de bojes, donde apenas se distingue rastro de los nobles emblemas: torres, lobos, roeles, ya sabe. El estanque parece charca fangosa, la maleza invade cenadores y bancos, crece el maíz en los tablares de hortalizas y los rosales, "espinosos y altísimos", van a besar las copas de los frutales. "Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo". 



Mi presencia le solucionó el problema del aburrimiento, emparejamos y dimos un paseo por el huerto, el soto y los robledales. Don Pedro me hablaba de terrenos y arbolados. Yo me esforzaba en entender la ciencia rústica pero la naturaleza me parecía difícil asignatura. Casi me "infundía temor por la vital impetuosidad que sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre". 

No sé, madre, si debí ser tan sincero con el señorito. Le confesé que de cosas de aldea, no entendía ni jota. Me sentí aliviado cuando don Pedro indicó que íbamos a ver la casa, "la más grande del país".



El caserón era enorme. Atravesamos el claustro formado por arcadas de sillería, varios salones con destartalado mueblaje y pinturas descoloridas por la humedad, no siendo la polilla más clemente con la madera del suelo. Pasamos a una habitación más chica y un tanto tétrica. Las negras vigas del techo semejaban remotísimas de puro altas y asombraban la vista unas grandes estanterías de castaño, con enrejado de alambre y sin cristales. El marqués de Ulloa anunció solemnemente: "El archivo de la casa".

Explicóme muy acalorado que aquello estaba revueltísimo, aclaración de todo punto innecesaria. "Y que semejante desorden se debía al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras había venido el archivo a parar". Aquello era un caos, las estanterías dejaban asomar papeles y más papeles. Encima de la mesa, por el suelo, en las sillas, en el alféizar de la ventana..."Amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos". Olían a humedad, a rancío, sentía cosquillas en la garganta.



Aquello no podía seguir así y se lo manifesté con vehemencia al marqués. Don Pedro no quería ni mirar, ignoraba la magnitud de los desperfectos, aquello era "un desastre, una perdición". De pronto, me indicó que mirara lo que había debajo de mi bota. Levanté el pie asustado y el marqués recogió del suelo un libro del cual pendía sello rodado de plomo, Al abrirlo, vimos una soberbia miniatura heráldica, con sus colores frescos a pesar del tiempo. ¡Era una ejecutoria de nobleza!



Yo, madre, lo limpiaba del moho con mi pañuelo doblado, con delicadeza. Desde niño me enseñó usted  a reverenciar la sangre ilustre y aquel pergamino escrito con tinta roja, miniado, dorado, me parecía digno de veneración y compasión por haber sido pisoteado. Recordé que el señor de la Lage me habló del desbarajuste de la casa de su sobrino y de la caridad que haría yo si lo arreglase un poco. El señorito permanecía serio, de codos en la mesa.



Le presenté mi proyecto al señorito, parecióle de perlas. Apartar lo moderno de lo antiguo, sacar copia de lo estropeado, pegar lo roto con cuidadito, con papel transparente. Entre los dos, mal sería que no acertáramos. Yo no sabía gran cosa de legajos, pero con buena voluntad y paciencia...Comenzaríamos al día siguiente.

Pero al día siguiente, Primitivo descubrió un bando de codornices y el marqués prefirió terciar la carabina, dejando a su capellán bregar solo con los documentos. Con los documentos, el polvo, el desorden, los insectos, los gusanos, menuda fauna. Misia Rosario estaría orgullosa de verme con tan nobles legajos...y polvorientos.

Le escribiré para relatar mis luchas en el archivo. En la vida del señorito, no soy yo quien deba juzgarle. Sólo en el sacramento de la Penitencia...ahora recuerdo cuando aseguró que no tenía pecado alguno. Sí, el abad de Ulloa dijo que todos en el Pazo tenían la inocencia bautismal. Ya ve qué disparate.




Reciba un abrazo de su hijo Julián Álvarez.

Aquí acaba la segunda carta de Julián Álvarez a su madre, misia Rosario. 

Un abrazo para todos los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino

¡Y Feliz Navidad!


jueves, 17 de diciembre de 2015

"Los Pazos de Ulloa": "Dice que aquí me manda un santo para que me predique y me convierta..."



Comentario a los dos primeros capítulos de "Los Pazos de Ulloa", de Emilia Pardo Bazán. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

En la introducción a la lectura de "Los Pazos de Ulloa", comentaba la accidentada llegada de "un curita barbilindo". Conocíamos a  Julián Álvarez que, "rojo como una fresa", encendimiento propio de su linfática constitución, sofrenaba al caballo y al miedo. El corcel indómito era un caprichoso "cuártago" y no había ladrones ni lobos, sólo un peón caminero y una mujer que amamantaba a su hijo delante del estiércol vegetal. Comprobaba que no contaban en leguas ni en kilómetros sino que  la distancia era primero "un bocadito" y luego "la carrerita de un can". Y sentía "indefinible malestar" ante "la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza", menos mal  que los tiros procedían de escopetas de cazador que no de forajido. 


"...la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza". "Galicia Única. Revista Digital Independiente"

Porque los lectores empatizamos con el cándido y decimonónico cura, criado en los aires urbanos de Santiago de Compostela, extraño, como mosca en leche, en el ambiente rudo y decadente de los pazos.  En toda la novela, lo vemos  luchar contra una violencia que amenaza con hacerle "besar el suelo". La afrontará con "palabrillas calmantes y mansas", su fe católica a machamartillo, su bondad natural y un ingrediente con que el casto curilla no contaba: el amor. 

En esta línea, escribe María Ángeles Ayala, en su introducción a la edición de Cátedra: 

"Múltiples son los elementos que configuran y dan vida al mundo de ficción de "Los Pazos de Ulloa". El perspectivismo o el choque mismo de visiones opuestas producen el enfrentamiento y la rivalidad de unos personajes cuyo proceso aparece analizado desde ópticas distintas. En la primera estructura el narrador enfoca a Julián desde el inicio mismo de la novela hasta el final del capítulo VII... la vida del pazo está contemplada desde la perspectiva de un personaje, don Julián, acostumbrado a la vida urbana...Él escudriña, juzga, valora todo lo que desfila ante sus ojos, percibiendo el lector su peculiar forma de sentir y apreciar las cosas, los objetos, las personas..."

De perspectiva a perspectiva, me gustaría contaros como percibo yo la perspectiva del personaje. Como en otras ocasiones, voy a cometer una travesura literaria y de la tercera a la primera persona porque...me resulta más cómoda. Siguiendo al narrador sabelotodo, perdóneme usted doña Emilia, me voy a inventar un cuentecillo.

Érase una vez una vieja carpeta, encontrada en una vieja casona de Santiago de Compostela. Estaba en un cajoncillo oculto en un viejo bargueño y encontrola, por casualidad, un peregrino alojado en la casona, convertida en albergue. Contenía unas cartas que Julián Alvárez envió a su madre, poco después de su llegada a los pazos. Ya sabéis, misia Rosario, ama de llaves de los de la Lage, personaje apenas esbozado por doña Emilia. Entregómelas el peregrino para que se las custodiase, pronto volvería a por ellas. Me había conocido leyendo "Los Pazos de Ulloa", junto a las tapias del Paseo del Parral, un lugar que ve pasar a muchos que van camino de Compostela. Le parecí persona de confianza, que no esperaba encontrar una lectora de la Pardo Bazán por estas castellanas tierras. Y colorín colorado.



Aquí tenéis la primera:

Mi queridísima madre:

Comienzo esta carta deseando, de todo corazón, que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Su hijo de usted, el que esto escribe, hállase sano de cuerpo y alma, gracias sean dadas a Dios y a la Santísima Virgen.


Hallome vivo, a pesar de mi accidentada llegada a estas tierras, en un caballejo que dio señales de locura, en una pendiente del camino real de Santiago a Orense. Aunque me agarraba con todas las fuerzas a la rienda, el animal se empeñaba en bajar la cuesta a trote o a galope. Inclinado sobre el arzón, con las piernas encogidas y a dos dedos de salir despedido por las orejas. Sentí miedo, lo reconozco, madre, como si el cuártago fuese algún corcel rebosando fiereza y bríos. Mas mi escasa maestría hípica no ha de causarle preocupación, que en los Pazos de Ulloa habrá ocasión de ejercitarme en el arte de sujetar las riendas y evitar caídas. Hablo de caballos, que para domar la voluntad confío en mi formación de sacerdote y en la ayuda del Altísimo. 



Advirtiome usted que la ruda y majestuosa soledad de la naturaleza puede acongojar al hombre de ciudad. Pudo comprobarlo este reciente misacantano, nacido y criado en Santiago. No pude menos que exclamar: "¡qué país de lobos!". Me venían a la cabeza historias de viajeros robados y asesinados. No, madre, no creo en agüeros; mas aquella cruz negra en el camino me hizo estremecer. Recé un padrenuestro. El caballo temblaba, sin duda olfateaba el rastro de algún zorro. Con un trotecillo medroso me condujo a una encrucijada. Entre las ramas de un castaño, erguíase el crucero, tosco, tan mal labrado que parecía románico; mas el dosel natural del árbol era poético y hermoso.



Me tranquilicé, recé lleno de devoción y mis ojos dieron, por fin, con los pazos de Ulloa. 



Poco duró la contemplación porque retumbaron dos tiros y estuve a punto de besar la tierra, pues el rocín huyó como loco de terror. Quedé frío de espanto, sin atreverme a averiguar dónde estarían ocultos los agresores. El susto fue corto, vi descender a tres cazadores con sus perros perdigueros. El primero era alto, robusto y de unos treinta años, bien vestido y equipado, con una moderna escopeta de dos cañones.  El segundo, más mayor, de más baja condición; llevaba una vieja escopeta de pistón y una expresión de astucia salvaje. Del tercero, era evidente su condición de sacerdote, a pesar de no llevar alzacuello; que el Orden Sacerdotal  imprime un sello tal que ni las llamas del infierno consiguen cancelar. 



Les pregunté si iba bien para la casa de don Pedro, el señor marqués de Ulloa. ¡Qué casualidad! Estaba ante el mismo señor marqués de Ulloa, era el cazador alto. Me preguntó si yo era el recomendado de su tío, don Manuel, el señor de la Lage. Respondí gozoso: "servidor y capellán" y eché el pie a tierra, auxiliado por el sacerdote que resultó ser el abad. 

Sé que se estará preguntando qué impresión me dio el marqués. Sé que usted le conoció de niño y tendrá un tierno recuerdo. Pero a mí no me pasó inadvertida su dura mirada, a pesar de su acogida tan llana y afable. 


Yo, respetuoso, me deshacía en explicaciones corteses y aduladoras, lo que se suele hacer con los señores.  Que el señor de la Lage tan bueno, con el humor de siempre y "guapote para su edad", que "si fuese su señor papá de usted no se le parecería más"Que las señoritas "muy bien, muy contentas y muy saludables". Que del señorito Gabriel, en Segovia, con buenas noticias. Ya sabe que las señoritas y el señorito son un poco mis hermanos, criados todos bajo el mismo techo, guardando una prudente distancia.



Mientras yo sacaba la carta que me entregó don Manuel para don Pedro Moscoso, el zorruno cazador de la escopeta vieja clavaba en mí sus ojuelos, "con pertinacia escrutadora". El marqués leyó la misiva y soltó una carcajada. Se reía porque su tío, tan guasón, le decía que le mandaba un santo, el santo era yo, para convertirle. Y el señorito porfiaba que "no parece sino que tiene uno pecados". Y preguntaba al abad: "¿Verdad que ni uno?". Qué sangre fría la del abad al asegurar que "aquí todos conservamos la inocencia bautismal". No podía creer que un sacerdote se tomara a broma lo más sagrado, madre. Me miraba con desdén "a través de sus erizadas y salvajinas cejas", nunca vi un colega tan desaseado y montaraz. Le cambió la cara cuando vio mis guantes y algo dijo de curas "miquitrefes" y de lo que haría si fuera arzobispo. ¡Dios nos libre!

San Xiao, San Julián 

Cuando llegamos al Pazo era noche cerrada, sin luna. Ninguna luz brillaba en el imponente edificio y el marqués se dirigió a un postigo lateral, muy bajo, donde apareció una mujer corpulenta, alumbrando con su candil. Cruzamos corredores sombríos y una bodega para llegar a la espaciosa cocina, alumbrada por la claridad del fuego que ardía en el hogar, consumiendo gruesos cepos de roble. Ya sabe: una elevada campana, chorizos, morcillas y algún jamón. A los lados, unos bancos para sentarse y calentarse "oyendo hervir el negro pote", el cielo y el infierno juntos.


"A tiempo que la comitiva entraba en la cocina, hallábase acurrucada junto al pote una vieja". Sólo la distinguí un instante, con sus greñas blancas sobre los ojos y su cara rojiza al resplandor del fuego. Porque no bien advirtió que venía gente, se levantó aprisa y , murmurando con voz quejumbrosa "buenas nochiñas nos dé Dios", se desvaneció como una sombra. El marqués se encaró con la moza, al parecer la vieja no era de su agrado: "¿No tengo dicho que no quiero aquí pendones?". La moza contestó apaciblemente que no hacía mal, que le ayudaba a pelar castañas. Primitivo paró las iras del amo, mostrando él aún "mayor imperio y enojo": "¿Qué estás parolando ahí? Mejor te fuera tener la comida lista. ¿A ver cómo nos la das corriendito? Menéate, despabílate.". ¡Era su hija!

Sabel, que así se llama la cocinera, puso la mesa. Ay, pensé, si lo viera Misia Rosario, tan pulcra para las cosas de la casa. Una mesa de roble denegrida, un mantel grosero manchado de vino y grasa, platos de peltre, "cubiertos de antigua y maciza plata", un enorme mollete y un jarro de vino en sintonía con el pan. Primitivo vació allí mismo su morral, salieron dos perdigones con una liebre muerta y ensangrentada. ¡La plata de los antepasados sobre el más que sucio mantel! Sabel revolvía y destapaba tarteras, "tomó del vasar una sopera magna" y de nuevo sufrió las iras del marqués. 

Los perros, los perros, ahora eran los perros que acudieron como si comprendieran su derecho a ser atendidos antes que nadie. Creí que había aumentado el número de los canes de tres a cuatro. Pero, al entrar el grupo canino a la luz del fuego, advertí que lo que yo tomaba por otro chucho no era sino un rapazuelo de tres o cuatro años, con una ropa acastañada y blanca que podía equivocarse con la piel de los perdigueros. El pequeño vivía en la más estrecha fraternidad con los canes, era uno más. 


Perucho

"Primitivo y la moza disponían  en cubetas de palo el festín de los animales, entresacado de lo mejor y más grueso del pote". El marqués vigilaba la operación y, no quedando satisfecho, escudriñó las profundidades del caldo hasta sacar tres gruesas tajadas de cerdo que distribuyó en las cubetas. Los perros daban alaridos entrecortados, como preguntando si podían comer esa comida tan apetitosa. A una voz de Primitivo, sumieron el hocico en ella y se oía el batir de sus mandíbulas y el chasquido de sus lenguas. Aquello era el mundo al revés, nadie se había preocupado de dar de comer al chiquillo que gateaba por entre las patas de los perdigueros, los cuales le amenazaban enseñándole los dientes. De pronto la criatura echó mano a un tasajo de la cubeta de la perra Chula que le lanzó una feroz dentellada. Por fortuna, sólo le alcanzó la manga y le obligó a esconderse entre las sayas de la moza que ya había empezado a repartir el caldo a los racionales. ¿Su madre?

Yo me compadecí del chiquillo y lo tomé en brazos. Pude ver que "a pesar del mugre, la roña, el miedo y el llanto, era el más hermoso angelote del mundo". No se imagina usted madre un ángel tan bello y tan sucio. 



Yo le hablaba con cariño: pobre, te ha mordido la perra, vamos a reñirla a la pícara malvada. Pero aquello le sentó mal al marqués que me lo arrancó bruscamente. Lo sentó en sus rodillas, le palpó las manos y , seguro de que sólo sufrió el chaquetón, soltó la risa. Le llamó farsante, le advirtió que un día le comería media nalga, para qué te metes con ella. Hasta aquí, todo normal. Pero tras la pregunta "¿En qué se conocen los valientes?", colmó su vaso de vino y se lo dio al niño que lo apuró de un sorbo. Yo le advertía al marqués que el vino es veneno para las criaturas, que podía morirse, que lo que tendría es hambre. El marqués ordenó imperiosamente a la criada que le diera de comer. El niño, Perucho, acabaría mortalmente pálido. Primitivo me miró friamente y puso una moneda de cobre en la mano del niño y la botella en su boca, consiguiendo que todo el vino fuera a parar al infantil estómago. Aquello era un pecado y yo imploraba por Dios y por la Virgen. ¡Lo iban a matar! Yo estaba encendido de indignación, eché a un lado mi habitual mansedumbre y timidez. 



Nunca olvidaré aquella cena, madre. El caldo, el cocido, la montaña de huevos con chorizo, el vino "tostado". Qué pesadilla, el banquete se prolongaba, el vino calentaba las cabezas. Y Sabel servía con más y más familiaridad y reía, apoyada en la mesa, los chistes subidos de tono, los que me hacían bajar los ojos. Yo no sabía nada de bromas de cazadores. Sabel me desagradaba, a pesar de sus lozanas carnes, sus ojos azules, sus trenzas, su nariz. Evitaba mirarla, miraba al niño, a Perucho. En el Seminario me enseñaron a evitar ocasiones de pecado. 

Sabel se alejó cargada con el niño, como una cuba, con sus  piernecitas balanceándose inertes. La cena acabó en silencio. Ya en la habitación que me habían destinado, saqué una estampa de la Virgen del Carmen y recé arrodillado la media corona, contando con los dedos. Estaba molido y las sábanas me llamaban. Me eché y los acontecimientos de la jornada danzaban en mi cabeza: el caballejo, la cruz negra, la cena, la bulla, el niño borracho, Sabel provocativa, Primitivo insolente, el abad bebedor, los perros sobradamente atendidos y el marqués...Todo un resumen como el de un escritor de novelones.



El señor de la Lage ya me advirtió que encontraría a su sobrino"bastante adocenado". Que la aldea "envilece, empobrece y embrutece". Casi al punto de que acudiera a mi memoria tan severo dictamen, me arrepentí, sentí una penosa inquietud. ¿Quién me mandaba a mí hacer juicios temerarios? Yo estaba allí para decir misa y ayudar al marqués en su administración, no para fallar acerca de su conducta y su carácter. Me dormí profundamente. 

No deseo ser causa de su preocupación, madre. Podré ser un buen capellán y arreglaré los documentos de su archivo, por muy desordenados y empolvados que se hallen, aunque críen gusanos de esos que crecen con la humedad. Y no juzgaré a mi señor don Pedro Moscoso, marqués de Ulloa. 

Seguiré contándole, madre. Reciba un abrazo de su hijo Julián Álvarez.

Aquí termina la primera carta. Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino