jueves, 31 de julio de 2014

"El río que nos lleva": "Que se te escapa el agua, muchacha"

El río Tajo en su nacimiento (foto cortesía de M.J. Caballero)

Comentario de algunas páginas de la  novela "El río que nos lleva" de José Luis Sampedro (Cátedra). Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda. Todas giran en torno al personaje de Paula.


¿Una mujer en la maderada?

Sí, me llamo Paula. Es verdad, nunca se vio a una mujer con los gancheros. No salí con ellos, no soy ganchera, casi se puede decir que me recogieron. Huía de mi casa y de mí misma, ahora me ocupo de su rancho, migas, sopas y no mucho más. Y lavo la escasa vajilla en las aguas del Tajo, el río que nos lleva.

Paula, Shannon y el Americano Película "El río que nos lleva"

Soy la  mujer misteriosa y fugitiva que atrae sus miradas, provoco su inquietud  pero no pasan de ahí porque hubo un pacto de respeto hacia mi persona:

"¿Como una hermana, ¿eh?...
Sí-suscribió el Seco aquel pacto-. Pero, ¡oye!, pa tos. Que lo sepáis bien...!"

En tres ocasiones, pensé en usar la navaja que guardo en mi pecho, no con los hombres del "Americano"... Voy cargada con mi pasado, con el llanto desesperado de un niño...ya les contaré.

Aquella noche, Francisco el capataz, el Americano, llegó tarde al campamento. Había estado en casa de  don Ángel, el cura de Oterón. El "Americano" sabía de mis tormentos, me aconsejó que hablara con el sacerdote "como cuando te hablas tú sola". A él le había hecho mucho bien.

Al día siguiente, montada en el Canalejas, acompañé al beaturrón del "Cuatrodedos" que tenía permiso para asistir a la procesión , la del retorno del Cristo, en Oterón. Yo traería de paso unas compras del rancho. Y aprovecharía para hablar con don Ángel.

Paula montada en el "Canalejas"

Oíamos las campanas alegres de la Resurrección, parecía que"corría un júbilo por el campo"



Cuando terminé los quehaceres, busqué en la iglesia al cura y lo encontré en una oscura capilla, clavando al Cristo otra vez en la cruz, sólo él se atrevía. Le rodeaban unas viejas que me miraban con recelo. 

Pasamos a su casa, me invitó a comer. Eugenia, el ama, había preparado una buena comida, seguramente para compensar el ayuno de don Ángel durante el día anterior, Viernes Santo. Me miró despacio y me dijo lo que los hombres me suelen decir, pero de otra manera:

"Eres muy guapa. Bueno, no exactamente guapa; eres...muy mujer. No te parezca mal que te lo diga, hija. Peor sería que me guardara la impresión. No me gustan los tapujos". A mí tampoco me gustaban y agradecía la manera en que él me lo decía, con exquisita delicadeza.

El zaguán invitaba a la soledad, me sentía confiada y abandoné tranquila la tensión de estar a la defensiva. Comencé a hablar sin mirarle, la vista en un Corazón de Jesús de hojalata. 

Un zaguán cualquiera

Lo de "muy mujer" era mi desgracia y no lo podía remediar. Así se lo dije al padre y él me contestó que ya se veía que así era. La voz me lloraba de gratitud. ¿De veras lo veía?

Nos sentamos bajo el soportal del huerto. Eugenia ,se asomó y me miró asombrada. Desapareció hasta la hora de comer. El cura y yo hablamos mientras el sol y las sombras repetían su camino diario, mientras las plantas y los insectos absorbían en silencio la luz del sol:

"Infinitos corazones de animales y plantas estaban viviendo a chorros y muriendo un poco en aquel huerto absolutamente inmóvil..."


Un poco antes de que Eugenia trajera la mesa para comer, me bendijo con la señal de la cruz. Comimos y ayudé al ama a fregar los platos, hablábamos de comidas y limpiezas como dos viejas amigas, aunque acabáramos de conocernos. El café salía gota a gota de la maquinilla, qué rico estaba, qué bien se estaba allí:

"Hubo un instante en que el aire fue perfecto. De suavidad, de olor vegetal, de paz."



Se me iban a saltar las lágrimas, exclamé: "¡Ay Virgen, quién pudiera quedarse aquí pa siempre!". Me salió del alma, el cura me miraba y me dijo que no podría, no por él ni por Eugenia; porque estaba "en la primavera de la vida" y su casa era "el albergue del invierno". Tenía que vivir. ¿Vivir?¿Cómo?


Me despedí, la mujer me abrazaba una y otra vez. Ya en el zaguán pregunté al cura, por última vez, por qué serían así las cosas. La respuesta no podía ser otra: "porque Dios quiere". El viejo sacerdote me deseó que Dios me acompañara y me diera la paz. No es fácil la paz... Las campanas del Angelus volvieron a tocar, celebraban la gloria del sábado.

Pienso que don Ángel se quedaría rezando por mí.

..."en la primavera de la vida". Sierra abajo, la primavera se adelantaba. Y llegó para mí. Aquel día en la fuente, en Ocentejo, conocí a Antonio, al que llamaron el "Encontrao". La música del agua en la vasija y "la seguridad jactanciosa de aquellos ojos". Me seguía barranco abajo. 



"Que se te escapa el agua, muchacha"
"¡Déjeme en paz! Adiós" 
"¡Ay morena!... llevamos el mismo camino."

La sorpresa me dejó indecisa. Aquel hombre venía "mandao por el jefe de la maderada". Le había dado trabajo en nuestra cuadrilla. ¿Quién sería? "He de tener cuidado", pensé. Como dijo el Chepa: "tendrá su secreto, como tos..."

Sí, Chepa, aquí todos tenemos nuestro secreto.

No sabría explicar lo que me pasaba. El madero donde me arrodillaba para fregar era ahora más blando y suave, el agua más tibia, el atardecer más dulce. 



Antonio volvió a requebrarme y yo recordaba el pacto que había hecho con los de la cuadrilla.

"-Vete, hombre,vete, que nos pueden ver.
...
"Espera, Antonio...Mira que voy a tener que irme de aquí, y ahora no quiero.
Mejor sería. Te vas para tu casa y me aguardas."

Yo no tenía donde ir y el "Encontrao" tampoco. Estaba él y estaban los otros. Los nombré: "Francisco, Quintín, Correa, Chepa, el mismo Seco y...el Royo". ¿El Royo? Me preguntó por qué  lo llamaba así. no le cabía en la cabeza que eso fuera su nombre. "Virgen, ¿tenía celos? ", me decía yo feliz. Me dieron ganas de jugar al oír: "Ése no te me lleva , ¡qué va!, pero me amuela cómo te mira. No quiero ni que pienses en él."



Le provoco: ¿Y quién eres tú, si no hemos hablado nunca na? 

Pero Antonio lo tenía claro: Pa qué hablar! ¿Qué tienen que hablar un hombre y una mujer, si tienen sangre, y si saben lo que hay que saber? ¿No nos miramos ya hondo el primer día?"

Me rendí, me sometí, confesé : "Qué voy a hacer...si tenía que ser...Y luego harás conmigo lo que tos, cuando tenéis una mujer entregá: tirarla...¡Ay, Antonio, mira que no soy de ésas! ¡Que yo me esgarro el alma, que esta vez me mato, Antonio, que ya no tengo na!"

Aunque  parecía muy seguro de sí mismo, se quedó impresionado "con la verdad clavada en aquel grito". Hubo un silencio de agua, ramas y pájaros. Y un "que se te escapa el cántaro, muchacha", la otra vez era el agua lo que se escapaba...


Cántaro
"Navaja de la inquietud". Le pido que se vaya, pero él se levanta tranquilo. "Y pronuncia seguro:
-Están ciegos...¡Ay, si no lo estuvieran, yo hubiera llegao tarde!"

No estaban ciegos, no sé qué le dijo el Seco a Antonio, en un aparte, después de cenar. Pero todos imaginamos que le espetó que si él se aguantaba, se aguantaba to Cristo, que Paula era pa tos, pa lo bueno. Sí era la primavera, croaban las ranas...Royo nos contó como las había visto salir del barro...

"Roncas, monótonas, destempladas, pero exactas, obsesionantes hasta el vértigo, eran la más auténtica voz para quebrar el letargo invernal del planeta".

Otro día les contaré lo que me pasó en la casa de Benigno, el cacique de Sotondo. Y por qué soy tan mala o...tan desgraciá, ustedes juzgarán. 

Paula

Un abrazo de:

María Ángeles Merino

sábado, 19 de julio de 2014

"Echo al fuego los restos del naufragio", Pedro Ojeda Escudero.



Pedro Ojeda presentó el jueves su nuevo libro"Echo al fuego los restos del naufragio", en el Museo del Libro de Burgos. Hubo admiración, amistad, cariño, emoción, respeto, música e incluso calor, algo no tan fácil en la cabeza de Castilla. 


Pedro leyó y compartimos emociones. Y estoy segura de que no había nadie allí que, de paso, no repasara mentalmente sus propios naufragios. ¡Y su hermosas palabras nos servían! 

Desde aquel 13 de mayo en que los leí por primera vez, no me abandonaban estos versos:

"No hay almas en las cosas
pero llevan al fuego raspaduras,
trozos de piel que en ellas permanecen
como huellas de vida. Van, ahora,
a las llamas cumpliendo su destino,
una tras otra,
con lentitud
de rescoldo y ceniza."

(Página 6, "Echo al fuego los restos del naufragio", P. Ojeda)


Voy al estante donde reposa una vieja agenda, llena de "raspaduras", "huellas de vida", que viven atrapadas en su interior. 

¿Por qué no me decido? Si sus anotaciones me causan dolor...¿Por qué no la arrojo al fuego? Aquel naufragio acabó y sus restos me salvaron...


¿Así? ¡No! 

Alguna vez será la última vez que abra la agenda 07-08. ¿La última? 

¿Qué lámina
de agua
es
la última
que podemos retirar
para que el mar
deje de serlo?

(Página 16, "Echo al fuego los restos del naufragio", P. Ojeda)


¿Dónde el mar deja de ser el mar? 

Un abrazo, Pedro. Y felicidades por tu éxito :

María Ángeles Merino que lleva tantos años acompañándote en tantos proyectos. 

jueves, 17 de julio de 2014

"El río que nos lleva": "...llegó el maestre con todos los cuadrilleros a ejecutar la última y tradicional ceremonia del viaje"



"Los hombres contemplaban satisfechos su obra final. El último adobo en la última presa: la del molino de Aranjuez, al pie mismo del jardín real de la Isla…"

Palacio de Aranjuez y río Tajo (Wikipedia)

"... el ángulo blanco y rosa del palacio real, con su graciosa cúpula emplomada"


"Sí, desde aquel momento conducir la maderada era un jugoso paseo por la orilla del río,  a la sombra de los árboles frondosos..."


"Parece que allí florecen todavía los discretos galanes y los placeres del Real Sitio".


"Hay como un aire más denso y vivo a la vez, de pasión y de picardía..."


"...llegó el maestre con todos los cuadrilleros a ejecutar la última y tradicional ceremonia del viaje"



"Aquí olía a fresco..."


"el agua susurraba por todas partes en lugar de los secos aletazos del aire"


"Y después de recibir las felicitaciones  de todos..."


"Por encima de las frondas seguía la furia del fuego, la garra del verano..."


He aprovechado las palabras del capítulo "Real Sitio", el último de "El río que nos lleva", para confeccionar un pequeño reportaje "collage"de la última lectura colectiva de este curso, la que disfrutamos en Aranjuez, el pasado sabado, 12 de julio. 

Era "la última y tradicional ceremonia". El agua susurraba y las altas frondas nos protegían de la garra del verano. Y Pedro Ojeda nos cautivó con sus palabras, a la sombra del dios Apolo. Los lectores terminamos de tejer nuestra visión de "El río que nos lleva", de José Luis Sampedro. Los árboles de Aranjuez nos prestaron hilo verde para rematar una satisfactoria labor. Porque la novela nos había gustado a todos. Y todos aprendimos de todos, por eso es una lectura colectiva.

Gracias a todos los que lo hicieron posible.

María Ángeles Merino

Prometí dar la voz a Paula y así lo haré en una próxima entrada. El verano es largo...

Enlace interesante: este pequeño vídeo publicado en la página de la AAAAUBU. Comprobad con qué ímpetu hablo del palio que compró el cura de Viana. 

miércoles, 9 de julio de 2014

"El río que nos lleva": "Porque la realidad de Dios se lo llevaría todo como un río..." y "la piedra es siempre más verdad que el papel".




Comentario a las páginas 192-214, de la  novela "El río que nos lleva" de José Luis Sampedro (Cátedra). Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

Me presento a ustedes, soy el que llaman "el Americano", capataz en la maderada. Me pusieron el sobrenombre porque, hace ya unos años, emigré a las Américas donde conocí la Revolución; aunque pronto quedé desencantado, tal era la rapacidad de algunos revolucionarios.

Tengo fama de  poseer dotes de mando, además de equilibrio y sentido de la equidad. Lo del mando y la equidad, pueden consultarlo a mis hombres. En cuanto al equilibrio, mi experiencia en México me enseñó a andar con tiento, sé muy bien que, en las dictaduras, la rebeldía se aplaca con sangre; y que en un régimen dictatorial vivo. Y, como persona un poquito reflexiva e instruida, la compañía del irlandés Shannon me es muy grata; aunque nada admiro más que la dignidad de mis gancheros analfabetos.



Últimamente siento el tirón de la vida retirada, pero...me espera un puesto de excepción al final del libro. El río que me lleva, irremediablemente, como un tronco más...

Me han pedido que les comenté el capítulo titulado "Oterón", topónimo que no encontrarán en mapa alguno. Conocerán conmigo al cura de Oterón. ¿El de Viana? De ese también habría mucho que hablar, nada que ver, el agua y el vino.

Aquella semana había sido larga y dificultosa, empujando troncos entre los vados de la Parrilla y las Estacas y la Presa de las Juntas, donde confluyen el Tajo y el afluente Hoz Seca. Y aquel día, estábamos entre la del río Ablanquejo, otro afluente del padre Tajo, y las salinas de la Inesperada. Vimos aparecer un extraño cortejo en medio de la sierra. Bajaban por la senda, hombres, mujeres y niños; a pie o en caballería, solemnes, con vestidos negros de domingo.


Lo comentaba con el que llamamos el Seco: no eran pastores ni cazadores. El viejo que precedía la caravana, montado en una mula, nos dio los buenos días y nos preguntó cómo estaba el vado. Le contesté que bien, que ni para mojarse los zancajos.

Le pregunté que a dónde iban y me contestó que a la procesión de Oterón. El Seco cayó en la cuenta de que estábamos en Viernes Santo. Hasta la muerte del Señor se nos pasaba por estos yermos... No al piadoso "Cuatrodedos", que no había olvidado sus rezos y penitencias y así lo proclamaba.

Los demás oyeron la noticia regocijados. El Viernes Santo era día de holganza obligada. Podíamos ir a la Procesión. ¿Así? Nos mirábamos los unos a los otros: barbas hirsutas, ropas desgarradas y alborgas por todo calzado. Necesitábamos, al menos, una chaqueta y un afeitado.


Alborgas

En Oterón, el barbero nos hizo la caridad, pagando por adelantado. Aún así, en la taberna, la tabernera se negó a despacharnos porque había muerto el Señor. ¿Cómo íbamos a comer aquel bacalao que llevábamos en las alforjas? 

"En aquel momento cruzó la plaza el párroco del pueblo". Me dirigí a él, le expliqué lo que sucedía. Por él no había inconveniente, pero eso era cosa del Ayuntamiento. La mujer dijo testaruda que no abría, aunque se lo mandara el alcalde, insistía: "se ha muerto el Señor".



El cura nos guió hasta su casa y nos instaló bajo la parra de un huertecillo primorosamente trabajado. Pidió a Eugenia, al ama, que nos llenara su bota con "blanquillo del bueno". Podía encontrarnos pan, aceite u otra cosa; mandaría a la mujer a por ello; que al ama del cura no le negarían nada.

"¿Es que el Señor no se ha muerto pa usté?", insinuó malignamente el Dámaso, entre el desagrado de los demás. Sí, el Señor también había muerto para él, le contestó mirándole fijamente; pero, tal vez, nos aclaró, la tabernera aprovechó para no despachar porque los gancheros no tienen buena fama. Y dejó caer lo de las gallinas desaparecidas hace un par de años. Llegaron a pensar en un fantasma, le pidieron que lo espantara con agua bendita...él por si acaso cargó la escopeta. El Cacholo parecía saber algo, aseguró que el fantasma no volvería. Si él lo dice...



Después de la advertencia, guardó silencio, como para pasar la esponja sobre lo dicho. Y volvió a ser la persona amable de antes: " No. Perdónenme. les traje aquí para que comieran aquí más a gusto y con un trago de vino...". Él tenía que ir a meditar su sermón, no podía acompañarnos.

Se retiró y el Galera insinuó algo del buen pollito de fiesta que el cura se iba a zampar, mientras nosotros la emprendíamos con las resecas tiras de bacalao. Mas yo estaba seguro de que el cura, hoy, no comería absolutamente nada, así lo expresé y asintió Eugenia que me había oído. Me preguntó dulcemente que cómo lo sabía, le contesté: "Sé conocer a la gente". Según la mujer, él también me había conocido a mí: "me ha encargado que haga cuanto usted diga. Ahora sé por qué está bien sacado el vino". Supe que el cura se llamaba Ángel Ponce y que llevaba diecinueve años en el pueblo y que Eugenia tuvo un hijo que se metió cura por él, y el hijo murió...y "estoy con este santo pagándole la felicidad y la buena muerte de mi hijo".



Comimos y bebimos a la salud de "aquel extraño cura". De pronto, "un gran estruendo de tablazón" nos atrajo a la iglesia. "Era una carraca gigante colocada en la torre". "Como hormigas en hilera desembocaban las gentes ante el templo". Los gancheros también entramos y nos agrupamos lejos del altar, dejando un espacio entre la gente del pueblo y nosotros. Shannon se nos incorporó después de dejar a Paula entre las mujeres.

Apareció el sacerdote , rezó unos instantes y se dirigió al público. "Cuando se oyó la voz, produjo una respuesta casi sobrecogedora":

"Hermanos...todos sabéis lo que voy a decir, todos lo estáis repitiendo desde ayer. Todos decir: "Silencio, el Señor ha muerto", "No cantéis, el Señor ha muerto". Pero, una vez dicho-creció su tono- todos seguimos lo mismo, y, sin embargo, no hay palabras más tremendas. ¡Dios ha muerto! ¿Qué cabe decir más? Todo sobra. Yo debería gritar solemnemente: "¡Dios ha muerto! dejar flotando esas palabras finales y luego hundirme yo mismo en el silencio."




Noté a Shannon atrapado por un sermón sin latines, de corazón a corazón. Hemos desgastado las palabras y ya no sirven. Nos dicen que alguien ha muerto y no lo sentimos en nuestra carne. "¡Pero la muerte de Dios tiene que herirnos!" Don Ángel quería afilar las palabras para que nos hiriera bien algo tan tremendo: "Dios ha muerto"

 El irlandés escuchaba con avidez, como yo, porque no oíamos a un libro sino a un hombre hablando solo en un descampado. Y casi lo estaba. Se notaba el desconcierto de la gente, la extrañeza ante un sermón de soledad, sin ayes y madres amantísimas, con puñales en el corazón. 



Podéis ver y escuchar aquí a Fernando Fernán Gómez en su papel de don Ángel.

Don Ángel seguía explicando como la palabra Dios, "es la más gastada de todas por nuestra ligereza". Y de la ligereza de la palabra viene la ligereza hacia Dios...Y "si al pronunciar la palabra Dios la pensáramos bien hondo...como imaginamos el agua cuando estamos sedientos sintiéndola en la boca, entonces no podríamos pensar en nada más : ni en hambre, ni en amores, ni en orgullo. Porque la realidad de Dios se lo llevaría todo como un río..."


Cobardía, impotencia, "cómo esperar vida eterna de un Dios que ha muerto"...La voz de don Ángel hablando en su propia soledad descendía a abismos personales. Hubo un largo silencio, se oían cada vez más los susurros y algunas dispersiones llegaron hasta él. Se dio cuenta de lo que se esperaba en un sermón de Viernes Santo y dio un brusco giro a sus palabras. Engoló la voz y cambió el registro:

"-Y si este misterio, amadísimos hermanos...es doloroso e incomprensible para nosotros, ¡figuraos lo que sería para la Santísima Virgen, que en aquel indecible atardecer de la Historia se vio privada a la vez de su Dios y de su Hijo! Por eso su soledad es la soledad más honda de todos los tiempos, por eso..."



Santísimo remedio. Se oyó un suspiro general, era el alivio de los fieles al reinstalarse en la comodidad mental. Asentían, se llevaban los pañuelos a los ojos...el Cuatrodedos sollozaba histéricamente, con los brazos en cruz. Don Ángel se irritaba pero comprendía que debía respetar aquello. 

Se acercó al altar, rezó unas oraciones y acudió la comitiva del ritual del Santo Entierro. Descolgarían al Cristo, lo llevarían a la ermita, lo velarían toda la noche y el Sábado volverían a traerlo. El Cristo era "de tamaño natural, labrado de manera tosca, pero impresionante", con un realismo exagerado: articulado, con cabello humano sobre la cara...Uno de esos Cristos, como el de Burgos o el de Orense, "que aterran fascinadoramente". No era el "Amoroso Predicador del Evangelio" sino un invocador de "poderes misteriosos y secretos".


Los gancheros se uníeron al cortejo, yo me quedé solo en la iglesia vacía. Estuve un rato contemplando el abandonado madero de la cruz, con polvo acumulado donde la figura del Cristo no permitía el acceso al plumero. Y, ante aquel símbolo, me asombraba de "la fuerza del español para lo religioso". Del santo y del pecador, qué bárbaros aquellos imagineros con sus gubias, "empujadas no sólo por  fe violenta, sino también por violenta carne y sangre". 

Salí al atrio donde unos cuantos viejos baldados se habían quedado contemplando el avance de la procesión por el cerro. Distinguía perfectamente, uno por uno, a los que iban en la procesión. La cazadora blanca de Shannon destacaba entre los trajes negros. Yo sé que el irlandés usaba su razón y encontraba fisuras; pero su cuerpo seguía  adelante, "sumiso a la lenta cuerda de los galeotes humanos". El efímero sol había vuelto a ser vencido por las nubes sombrías. "Se daba así como una armonía cósmica en lo invernal y en lo muerto". 





Los gancheros volvieron al campamento, yo no. El cura me encontró en la sacristía. Me preguntó si le buscaba, si quería algo. Contesté que le buscaba pero no quería nada, o no sabía si quería algo. Me pidió que le acompañara a su casa. No contesté pero me fui con él.

Don Ángel comprendía mi necesidad de hablar con alguien. Me invitó a cenar y acepté, hacía dos años que sentía ese deseo de comunicación. 

Le pregunté por qué cambió de pronto su sermón. Me contestó que el segundo sermón era lo que se esperaba de él. Le confesé que "yo me bebía el primero". Él también lo prefería, pero los del pueblo no, mis hombres tampoco...El irlandés era distinto.

Yo le preguntaba. ¿Por qué dar a la gente siempre lo que espera? ¿No tenía un cura la obligación de empujarles, de no dejarles dormir en sus costumbres? Don Ángel no estaba seguro, tuvo tentaciones...también se les empujaba dándoles lo que esperaban, aunque no se dieran cuenta. Hoy no era ocasión de sorprenderles, el rito no es momento de novedades. El rito ha de apuntalar las incertidumbres. 

Se oía un griterío enorme, estaban quemando al Judas, un pelele al que ahorcan en la plaza, simbolizando al apóstol traidor.  Como allá en América, comenté.

Me comí su comida en un convite singular. El anfitrión no probó bocado, era su costumbre en viernes santo; no había comido y no iba a cenar. Se le iban los ojos detrás de la humilde ensaladilla que me sirvió con mimo Eugenia: patatas, cebolla, aceitunas, bacalao, ajo...tomates no, porque el huerto todavía no había dado "claveles". El cura y el ama los llamaban así...y "rosas" a las coles. 

Hablamos. Don Ángel me recordaba a un hombre que me salvó la vida en Yucatán. Le pregunté por qué se quedó en Oterón.

Me contestó que por la gente, alguien tenía que estar con ellos, lo necesitaban más. No era sacrificio, nadie responde mejor, con ellos siente más paz interior. Él era soriano, de la Tierra de la Recompensa, siempre había pensado en una parroquia rural pero el director del seminario venció su resistencia y lo llevó al Secretariado de Propaganda. Mantas, comida, compra de medicinas, becas e incluso, en ciertas épocas, listas electorales. Todo le parecía puro materialismo, aquello era batirse en el terreno del enemigo: comida y bienestar. No podía seguir allí. Eligió vivir en contacto con lo mejor de este país: el pueblo. 

No es que fuera de ideas idílicas o rousseaunianas, pero el pueblo siempre tendría más disculpas que las gentes cultivadas. "Sus odios y sus creencias huelen todavía a sudor y a sangre; sus rutinas y convenciones brotan de la Naturaleza o de la Humanidad". Son más de verdad.

Las llamaradas del Judas iban decreciendo, los reflejos rojizos sobre su cara se fueron suavizando, y vi su " mirada fija en la oscuridad del huerto". 



Le comprendía muy bien y así se lo manifesté. "Yo también, a mi manera, he renunciado y me he retirado a mis raíces, a mis gentes, aquí en la maderada". Pero le advertí: se hacía algunas ilusiones. Porque allí, en América, vi al pueblo en lo más alto de la revolución, un pueblo más elemental que este y...no resultó, la verdad. "La mayoría de aquellos jefes no querían más que lo que condenaban: dinero, amigas y poder".



Le conté.  Yo fui más cómodo y más cobarde, pensé en mí y me aseguré el porvenir. Hice dinero, "y  cuando me aburrí de hacerlo, me encontré entre la gente que usted dijo; ésa sin pulso, de buenas formas egoístas y cobardes". Me asqueaba ser uno de ellos, yo había sido otra cosa, me fui despegando. Y buscaba la felicidad en lo más sencillo: un paseo, el ruido de una fuente o unas palabras con un amigo.

Me faltaba algo: "el acento de mi gente, sus giros, sus maneras". Me entró nostalgia , o neurosis como decían los médicos, me vine y aquí estoy, "tirando de la vida".

Guardamos silencio, habló el sacerdote: "Puede que tenga usted razón, puede que tampoco el pueblo...¿Qué nos depara la Providencia? Yo creo, sin embargo, ...que el pueblo es más verdadero." Le contesté: "Seguramente. la piedra es siempre más verdad que el papel". 

Seguimos hablando, ya en la noche oscura. Éramos dos vidas retiradas a su invierno. Al despedirme, le dije que iba a mandarle a una muchacha, para que hablara con él. Pensaba en Paula, le haría bien una conversación con este cura tan extraño y tan sabio.

Cuando llegué al campamento, Paula estaba despierta, creía que me había pasado algo. Le dije que sí me había pasado y que mañana le podía pasar a ella. Le aconsejé que fuera a ver al cura de mi parte y hablara con él. Que lo hiciera "como cuando te hablas tú sola". Inclinó la cabeza y me dio las gracias. Los dos tardamos en dormirnos, cada uno con lo nuestro.

Aquí doy por finalizado mi relato. La próxima vez, Paula tendrá la palabra.

Les saluda: Francisco, el Americano.

Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino


miércoles, 2 de julio de 2014

"El río que nos lleva": "No era sólo que la primavera se acercase, sino que ellos corrían a recibirla..."



Pero, aquella mañana, había algo más que acompañaba al amanecer. Desperté sorprendido. Amanecía.

A la vista no se notaba, era lo de siempre: cantiles, troncos, espumarajos de agua y revoltijos de nubes turbias.

Olía “como si hubiera estallado en el aire un pomo inmenso de perfume silvestre”. Sentía, y no sé qué sentido me lo comunicaba, acaso eran todos a la vez, como si una inverosímil  granada “estuviera a punto ya de reventar, de derramar por el mundo entero sus gotas de rubí como fuegos artificiales”. 



 Percibía “gotas invisibles y densas” que descendían por el aire, búrbujas subterráneas a punto de asomar. 



¿Primavera? ¿Bajo aquel cielo sombrío? ¿En los imperturbables pinos que no se dignan en cambiar de color?


“No, no era la primavera a la vista, pero eran sus esfuerzos por vencer el parche de tambor que es la dura piel de la tierra”.

Una fuerza invisible chascaba ramitas, el agua se estremecía sin motivo y se suicidaban cantos de la roca. Nuestra perrilla, la de los gancheros, “se lanzaba a un loco galope entre las matas y volvía...toda temblorosa, jadeante, con la lengua fuera.” 



Un ganchero, el Tuerto, "hijo fiel de la tierra", lo venteaba también: No eran ilusiones mías:

-"¿No sentís?...¡Si parece que va a brotar to!"

Era el empujón de  la savia y la sangre, el líquido vital de plantas, animales y seres humanos, Y la de la piedra, que también vive, "con la vida de todo el universo", "la que va por sus venas y secretos...tan lenta".



Ese mismo día, "El primer grillo del año empezó a latir de repente, como el corazón del crepúsculo"Y, en aquel atardecer, Paula volvía de coger agua en la fuente del arroyuelo, barranco abajo, con el cántaro tambaleante sobre su cabeza. 



Yo estaba hablando con el Americano en el campamento y me sobresaltó su llegada, seguida de un hombre. La vi acercarse, irritada de ira o de miedo, no lo sé, a la hoguera. Se puso a sus faenas pero no no dejaba de mirar y volver a mirar al desconocido. "Éste explicaba al cuadrillero que había pedido trabajo al maestre de río y le había mandado a la cuadrilla de punta, un poco escasa de hombres. No, no era ganchero, pero era un buen trabajador...". Al Americano le dio pena de aquel hombre que, rendido por la fatiga, se acurrucó entre unas peñas y se quedó dormido. Pidió al niño Galerilla que le echara encima siquiera la manta del burro "Canalejas"; pero, para mi sorpresa, fue Paula quien "extendió cuidadosamente sobre su cuerpo aquel humilde amparo, caliente aún del vaho del animal". Se incorporó a la cuadrilla de gancheros que le apodaron "el Encontrao", él dijo llamarse Antonio. Paula había sentido el empujón de la sangre...eran los esfuerzos de la primavera. 



Y la primavera se precipitaba también para los gancheros. Aquel día en que Paula se cayó al río:
"Acudieron corriendo, pero ya estaba ella en pie, con el agua a medio muslo. La ayudaron a salir...desapareció tras unas peñas, mientras los hombres volvían al corro como si nada...Pero aguardaban ansiosos hasta que al fin surgió Paula envuelta en la manta...Los hombres seguían ávidos la nueva y fascinante silueta."

El Rubio quisiera ser manta, el Seco quisiera metamorfosearse en lagartija para colarse patas arriba...El Americano preparó una fogata para Paula, cerca de unas peñas y los hombres no perdían detalle, desde el campamento. Después, nuestro capataz volvía con la peor de las noticias: Paula se marchaba. 

Hubo un hondo silencio. El Cuatrodedos, un meapilas como dicen por aquí, es el único que no ve mal la marcha. Sentencia: "es el pecado". 

"¿Y por qué? -saltó el Cacholo- ¿Por qué se había de ir la pobre? ¿Porque dos o tres seáis unos rijosos? ¡Pues no era bonito tenerla con nosotros! Para mí, como tener una hija...¡Animales! ¡No merecíais ni tener madre!"

Callaban. El Galerilla hablaba angustiado, con su sinceridad infantil: "¡Y la va usté a dejar marchar, jefe?"

El Seco se irguió y se dirigió hacia Paula, y todos detrás: "Yo seré un burro ...pero te juro que puedes seguir aquí como si fueras mi hija. No te vayas y no hagas caso de este hato de bestias que somos".


El actor Mario Pardo, caracterizado como el Seco.

Y Paula: "Sí, tenéis razón, Seco; sí yo estorbo. Siempre echo leña al fuego...Los hombres sois así, no hay na que hacer."

El Seco repuso que los hombres y  las mujeres también. Pero que ella ahora marcaba un raya y el que se propase le abriría la cabeza, aunque se llamara Seco.

Paula sonrió. El Cacholo que dónde ibas tú a ir, muchacha, que te queremos bien...Ella hizo un gesto vago, su boca de niña se suavizó. Contestó que bueno, ya vería...El Galerilla, quédate. Y el Americano, puedes quedarte. Y la ninfa de los gancheros nos dijo que éramos todos muy buenos, pero que ahora la dejáramos sola.



Todos la corean, el Seco dice algo que deja inquieta a Paula...y a mí: "Que lo sepáis bien. Si le haces cara a alguno, a uno solo que se la hagas, donde esté un hombre  está primero el Seco. Pa to...¿Así?"

Todo un don Quijote...Se fueron a sus faenas y yo expresé mi inquietud al Americano, camino del "adobo". El jefe sonrió, por ahora le parecía resuelto, pensaba que era fácil manejar al Seco, "mucha sangre, pero muy noble. Lo que ha dicho lo defenderá". Añadió que pasado mañana pensaría en otra cosa, con el toro de Sotondo y su fiesta. Y acabó por sentirse nostálgico: "¡Ah la primavera. Recuerdo, allá en tierras calientes, lo sabroso que era tumbarse con el calor, a la sombra...Y si un compadre cogía una guitarra o una chulita cantaba, entonces... 

"Sí, la primavera se precipitaba para los gancheros más que para los labradores, porque al avance normal del calendario se acumulaba el descenso tierra abajo. No era sólo que la primavera se acercase, sino que ellos corrían a recibirla..."



Sí,  desasosegaba a los "hombres de palo y adobe", aún rendidos de fatiga. A mí también. Había algo en la noche que excitaba y a la vez oprimía. No podía soportarlo, eché a un lado la manta y vagué hasta el río. Me alejé de la orilla, me desvié por aquellos campos...

"Era increíble: hasta la tierra se estremecía. Literalmente, saltaba". "Pequeñas motas de tierra, como gotas cuando el agua hierve, como golpes repetidos en el silencio nocturno".

Me acerqué. ¡No era tierra, eran ranas!. Decenas de ranas saltando a mi alrededor. "Sí, también las ranas, como los hombres, dejaban atrás el invierno hacia la nueva vida... Desde dentro del fango habían captado la vibración del agua con los nuevos juncos, con los nuevos zapateros movedizos, con las nuevas libélulas a ras de onda". Quizás las cosquillas de las raíces o los empujones de la tierra tirante. ¡Fuera todas!

Y asomaban flacas y pálidas al mundo renacido. "Dilataban la grotesca boca; respiraban el aire a bocanadas; removían los ojos saltones...recordaban los certeros lengüetazos...y los músculos resorte...emprendían la peregrinación...al nuevo universo".

Las acompañé y llegué con ellas hasta el regolfo de la presa y allí las vi "detenerse en éxtasis, fascinadas por las pajuelas de plata derramadas por la delgada hoz de la luna". Se zambullían o esperaban saboreando el momento: tenían alimento y humedad, "la felicidad del estío".



Entonces observé "que una rana se acercaba a otra, lanzando un croar suave, casi dulce, prolongado en apasionada vibración, y que ambas iniciaban giros en danza graciosa, casi grotesca. Otras parejas hicieron lo mismo y aquella orilla se convirtió en corte de trovadores, campo de amor, lecho de abrazos". 

Imaginé que al cabo de unos días aparecerían , en las orillas, innumerables paquetes de huevecillos. Descenderían al fondo y nacerían seres monstruosos,  mitad pez mitad cuadrúpedo, que devorarían larvas e insectos, para alimentar metamorfosis. "Y así hasta el fin del ardor y retorno al fango y al letargo, en el ciclo eterno de las estaciones".


Renacuajo

Olía a fecunda putrefacción y contemplé la curva de la luna. Estuve a punto de rezarle como a una diosa madre "en acto de gracias por las fuerzas vitales que se perpetúan en el amor"

No era necesario, ya lo hacían por mí. "Las gargantas anfibias palpitaban rítmicas. Y el clamor de las ranas renacidas, vibrantes aún de juegos amorosos, repitió el eterno rito de gracias ofrecido a los dioses por las lagunas primigenias". "Roncas, monótonas, destempladas, pero exactas, obsesionantes hasta el vértigo, eran la más auténtica voz para quebrar el letargo invernal del planeta".

"Sí, era el fin del invierno". Avanzábamos por un río menos torturado, el agua había vencido sobre la roca de la sierra. Contemplamos dos cumbres gemelas, me dijeron que eran de la Alcarria. Los gancheros sintieron la emoción de la tierra prometida. Llegamos a la barca entre Morillejo y Carrascosa. Sabrán ustedes de mí. Les saluda:

Roy Shannon, el irlandés.

La que escribe no pudo resistir el hechizo del magnífico concierto batracio que José Luis Sampedro nos ofrece al final del capítulo "Ocentejo". ¡Soberbio! 

No tiene nada que ver, pero recordé este otro, el que acompaña a la canción “We All Stand Together” de Paul McCartney.



Un abrazo para los que pasáis por aquí de:

María Ángeles Merino