miércoles, 16 de octubre de 2013

"Intemperie": " el estruendo repentino que hendía el secarral con una espada rocosa"


Comentario a las páginas, desde la 33 a la 71, de la novela "Intemperie", de Jesús Carrasco. Para la lectura colectiva de "La acequia", dirigida por Pedro Ojeda.

¿Recordáis? Soy el chico de "Intemperie", os cuento mi "intemperie", aunque seguro que todos habéis conocido alguna. No una sino varias "intemperies", depende de lo viejos que seáis. Y  me comprendéis. Porque el llano puede ser cualquier lugar de la Tierra y el alguacil...hay muchos alguaciles. Y aprendemos de nosotros mismos y de los que saben vivir bajo el sol abrasador.


Os cuento lo mío. Estoy con el viejo cabrero que no parece guardarme rencor alguno por haber intentado robarle el zurrón. Me da de la leche de sus cabras y comparte conmigo "cuñas de queso sudoroso, tiras de carne seca y algo de pan duro".


Acabada la comida, el viejo mete la mano en la aguadera del burro y saca una hoja de periódico muy arrugada. Me pregunto cómo ha podido llegar un periódico hasta aquí, Porque en mi pueblo ni siquiera vive un señorito que los pueda traer de la capital. Tampoco despachan tenderos que los compren ya pasados, para envolver.


Tal vez algún arriero, sí esos que van cargados de bragas y sartenes y que me llevarán muy lejos de aquí. Me esconderé en una carreta.

El cabrero envuelve algo de comida con lo que fue un periódico. Me lo tiende y yo no lo tomo, desconfío; aunque ya no sé de qué. Se cansa de sujetar el envoltorio y lo deja en el suelo, como hizo con la leche. No parece importarle mi desconfianza y me pide que le ayude a levantarse. Me acerco, huele a vino y a sudor. Arriba, le cuesta mucho levantarse, debe ser muy mayor, por lo menos cincuenta...aunque no es mucho más alto que yo.

Pero, ahora, ya en pie, sus movimientos, cada vez más ágiles, me dejan con la boca abierta; no parece el mismo hombre. Con ayuda del perro, encierra las cabras en el redil y las va sacando de una en una, para ordeñarlas. El cubo, la azuela, las varillas, el cotillo, los rejones; ahora conozco bien todo eso...aprendí el oficio.


Pero aquel día me quedo pasmao, como si estuviera viendo bajar a la Virgen María, qué precisión la del viejo con los trastos de cabrero. Y cómo maneja a las cabras, aunque me parece que está nervioso...Me pregunto qué hará con tanta leche, aquí en el páramo. La vierte en la lechera y pone la tapa.


Se vuelve y por fin me habla. Me coge desprevenido cuando me arroja:
"Me da igual si te has escapado o te has perdido". Y añade: "Unos hombres están a punto de llegar para recoger la leche". Ya tengo la respuesta a lo de tanta leche, no puedo quedarme  aquí. Siento el ruido de mi corazón. Me voy.

Paso la mañana, solo, bajo la sombra de un almendro.


El viejo me ha dado comida pero ni gota de agua. Sólo una lata vacía, dice que me vendrá bien. ¿Piensa que abundan por aquí los manantiales y que cualquiera puede encontrarlos? No sé, acaso sea una invitación para volvernos a encontrar, tomaré leche en la lata, qué rica y qué líquida.


Sed. Echo a andar. Con el sol en lo más alto, subo una loma hasta alcanzar una palmera agujereada y con "una papada de ramas muertas". Agua, quiero agua. Me quito la camisa y la pongo en el suelo, a guisa de mantel. Como si pusiera la mesa: la carne afilada como una navaja, el pan y el queso son para roer. La comida se me pega al paladar, es un tormento mucho peor que el hambre.

Desde aquí, veo las ruinas de una casa que el sol y el viento han convertido "en un cráter con cuatro esquinas". Me subo a una de ellas por ver si vienen mis enemigos o cualquier otra persona. Me acuerdo de la mía, en las afueras del pueblo.

Tiene que haber un pozo, busco sus restos. Hay una higuera que conserva sus hojas verdes y no huele a seco, me embelesa "el aroma dulzón de los higos ausentes".

Me veo de pequeñito, bajo la higuera de la estación, "embriagado por la abundancia laberíntica y cavernosa de las pulpas calientes". No sé de dónde me salen palabras tan extrañas, será que el calor me achicharra los sesos.

Detrás de la higuera, encuentro el esqueleto de una torre de metal tendida en el suelo. Me parece un molino de pozo, a su dueño tal vez le faltó hierro para hacerla más alta.

Gira que te gira, hubiera recogido aire de capas más altas, el granjero y su familia hubiera podido vivir aquí. ¡Que tonto el granjero! Un niño como yo le da la solución, tarde, muy tarde.

 
Unas ramas entrelazadas, "lianas gordezuelas", se enmarañan en torno una reja. Ahí está el hueco del pozo, agua, tiene que haber agua. Busco un guijarro, lo dejo caer. Sueño con un ruido cantarín, "de agua clara y fresca". Espero, me duermo. Ahora si voy a poner todos mis sentidos , arrojo otra piedra y el fondo me devuelve "un golpe ensordecido". Nada, ha caído en "un barrizal pastoso", seguro. Bien conozco yo la música del agua y la del barro.

Regreso a la palmera. La corteza de queso suda sobre mi camisa, la lata arde, tengo hambre pero la comida me daría más sed. Descanso en una escueta sombra, espero a que la tarde pierda su fuerza. Las horas pasan lentas.


Me viene a la cabeza una y otra vez el tonel de casa. Padre obliga a madre a mantenerlo lleno hasta cubrir una señal que él marcó con su navaja. La pobre no para de ir y venir con el cántaro a la fuente, el chorro llega a ser "un hilo lastimoso y desesperante". Aquel día que padre la zarandeó, la puso frente al tonel y marcó dentro una hendidura. Madre se dejó caer, aterrada, la navaja, el pañuelo negro en su boca...virutas y serrín sobre el agua. Mi padre es un avaricioso del agua. Y mi madre, una mujer sometida.



Me quedo dormido, cuando me despierto llevo unas dos horas al sol. Me tira la piel de la cabeza. La raíz de cada uno de mis pelos vive "en una angustia microscópica". "Un zumbido eléctrico azul cobalto" inflama mi sesera que va a estallar de un momento a otro. Deliro, todo es aceitoso y como de goma, no hay horizonte, la oscuridad va ganando la batalla. Me muero...


¡No! Alguien dentro de mí toma las riendas, me ordena abrir los ojos, no puedo, los párpados me "pesan como cortinas de guadamecí". Viaja por mi cuerpo para buscar una salida, suelta descargas en mis dedos inmóviles. Algo como lija caliente recorre mi cara y se cuela entre mis dientes. Nada, voy a morir y me van a enterrar. Mejor, así no me comerán los perros. Masticarían mis huesos y yo tendría una muerte lenta y dolorosa.

¿Perros? El perro del cabrero me lame las manos. Y el viejo me dice: "¡Chico, chico! Despierta". Vierte agua de la lata en mi boca ya abierta como un ojal. Grito porque he regresado "por el túnel que conecta la vida con la muerte".

Ya de noche, enciende el fuego y  prepara un refrito con hojas de llantén y de caléndula. Va rompiendo encima trozos de cera de un panal abandonado, lo mezcla todo y  me envuelve la cabeza con el mejunje. Duermo sobre la cama que el cabrero ha dispuesto para mí: su manta de colchón y la albarda de almohada. Noto la rigidez de los emplastos, una máscara con dos huecos para la boca y la nariz. Parezco un fantasma, uu, uu.


Pienso en el revés que me ha dejado postrado sobre la manta de un pastor anciano. Debería, tal vez, pensar en la fortuna de haber contado con un salvador.

No pienso más, huele a pan y mi boca hace saliva. Bebo leche a sorbitos, no me decido a comerme la media torta que queda en la sartén y el viejo me anima a ello. Me duele al tragar, mas el hambre duele más. Desde que salí de casa no había comido nada caliente.

Porque no había pensado, en mi huida, en la falta de alimentos ni en tener que pedir ayuda a alguien. "Simplemente, un día, una gota derramó un caldero". No conocía lo duro que era el llano, me veía tan feliz tendiendo trampas a los conejos o corriendo detrás de los perdigones.

Mi padre me lo decía: "algo malo". Algo malo habré hecho yo para merecer quemaduras, hambre y una familia como la mía. Hambre, al día siguiente el cuenco vuelve a estar lleno de gachas con leche recién ordeñada. Busco los ojos del pastor y , aunque sé que no me va a mirar, "levanto el alimento hacia él en señal de gratitud".

Asisto, por primera vez, al aparejo del burro. Una "liturgia" que habré de reproducir el resto de mi vida y que formará parte de mi oficio. Ya os dais cuenta de que me salen palabras extrañas que no son de gente de pueblo. Alguien, con hablar de señorito,  me las dicta. 
 
Se van. "El viejo y el burro por delante, el perro enloquecido y luego las cabras , dejando tras de sí una estela de cagadas como la cola de un cometa". Cuando han recorrido unos pocos metros, el pastor se vuelve hacia donde me he quedado yo.

"No te voy a esperar toda la vida"



Mis cabras para todo.

Me uno a ellos. Atravesamos campos de desolación, "restos de surcos y eras". El sol agobia, tan alto que me quito la camisa para taparme la cabeza y la espalda. De vez en cuando, miro al anciano, pero él sigue trazando el rumbo, sin importarle el calor. Yo bufo de fastidio y él me toma el pelo fingiendo que vierte agua de una garrafa vacía y se lleva el cacillo a la boca. Aprieto el paso para alcanzarlo antes de que se lo beba todo. Cuando lo consigo, pone el corcho...


 

El sol es insoportable. Paramos. "Dos alisos exhaustos agitaban hojitas lacias a unos metros de un carrizal, en la orilla de lo que debió ser una charca". El hombre desaparece con una garrafa, entre juncos y espadañas, va abriendo camino a las cabras que ansían beber. Huele mal, me recuerda la reguera del pueblo, donde iban a parar las aguas sucias. El agua limpia y fresca es un sueño.

El agua recogida sabe limosa, me rechinan los dientes, me da igual. Comemos. El cabrero me trae una hoja de aloe vera, para que me embadurne las quemaduras.

Cuando el sol pierde algo de fuerza, coge una hoz y me pide que le acompañe hasta un albardinar, al otro lado de la charca. Me muestra cómo he de segar el esparto y me pide que le lleve ocho o diez haces. Aunque yo ya sabía hacer eso...Aquella noche, leche y pan, me quedo dormido viendo como el pastor convierte en cuerdas las hierbas que yo había segado. Es muy hábil.

No pude escuchar "el ruido de cascos que, a lo lejos, atravesaba la planicie oscura". El pastor me despierta empujándome el costado con su bota, me ordena que me levante. Creo que está a punto de amanecer y que voy a desayunar. Busco el tazón, sólo la manta está sin recoger. Todo está cargado en el asno. Me dice que recoja la manta  y que nos vamos.

"La luna creciente todavía era una tajada estrecha amarilleando sobre el horizonte". El viejo tira del ronzal con paso decidido, no entiendo lo que pasa, creo que partimos antes del alba "para evitar el aplastante sol del mediodía".

Al alba, llegamos junto a una loma calcinada. Subimos a la parte más alta, frente a nosotros una vaguada maloliente. Es un muladar donde se amontonan animales muertos, huesos calcinados y cadáveres pudriéndose al sol. "Un saco hediondo en medio del día que despuntaba". ¿Por qué me ha traído hasta aquí?

Nos instalamos bajo un espino, las cabras buscan alimento debajo de los huesos. Tras un desayuno de pan y vino, caigo dormido. La noche en vela, el sopor del vino y "aquella olla maloliente". Cuando despierto, el cabrero está en lo alto de la loma, haciendo visera con las manos.

 Bajo el espino, compruebo que ha trenzado casi todo el albardín, cordeles resistentes. Cuando regresa, me ordena que no salga del muladar. Descuide, le contesto. Nunca había estado en un lugar así.

El macho cabrío rebusca comida debajo de un buey muerto y lo empuja con los cuernos. Una rata sale del interior del cadáver, olisquea el aire y vuelve a meterse. Se lo cuento al pastor que deja de trenzar, coge un palo y una manta, se dirige hacia el buey y lo golpea haciendo salir a la rata. La apalea hasta que deja de moverse. No podía imaginar una cacería así.

Cae la tarde y cabrero ha terminado de tejer la red de albardín. Monta un cercado con cuatro ramas gruesas y la red. Me dice que he de ayudarle "a dar portillo". Me pongo en  la puerta del redil y voy sacando las cabras de una en una, cuando él me lo diga. Las ordeña poco, han dado muy poca leche. Con tanto calor y tan poca agua, qué van a dar los animalitos.

Se hace de noche, el viejo desuella la rata, la abre y enciende una lumbre. Se la comen espetada, entre él y el perro. Yo no puedo, aunque tengo hambre; no me atrevo a pedirle almendras y pasas que sé que hay en un serijo. No me las ofreció. Dura enseñanza.

Me despertará en medio de la noche, me siento más descansado y más tranquilo. Nos dirigimos al norte, cruzamos la llanura bajo la luna.

Seguiré contando mi "intemperie". ¿O es mejor que ahora hable el cabrero? ¿Por qué no me habláis, vosotros, de cuando os quedasteis a la "intemperie"?

Chico

Un abrazo de:

María Ángeles Merino

12 comentarios:

Paco Cuesta dijo...

Decíamos en otro momento que Intemperie da para reflexiones, y también es un buen estudio de comportamientos y relaciones, especialmente entre el cabrero y el chico.
Besos

matrioska_verde dijo...

¡que entrada más completa y trabajada!

felicidades por tu tesón en las lecturas.

biquiños,

Bertha dijo...

Mientras se va una introduciendo en la lectura: invita a reflexionar que dura era la vida antes bajo un sol de justicia.No cabe duda que (intemperie por imtemperie) es, mejor esta al lado del cabreo: por lo menos tiene una filosofia de subsistencia cosa que al padre le falta.

Felicidades MªAngeles me encanta leerte.

Un abrazo.

Pedro Ojeda Escudero dijo...

Qué cierto es que todos atrevesamos campos desolados en algún momento de nuestra vida y que necesitamos a ese cabrero. En buena medida, vosotros, los que leeis conmigo, habéis ayudado a dar sombra en momentos malos.
Gracias por ello y por esta entrada en voz del niño.

pancho dijo...

Menos mal que tenemos el agua a mano, le da a uno sed de lo bien que la describes, y la batalla por el agua en los sitios donde escasea.
Yo creí que el cabrero y sus achaques andarían por los setenta...
El cabrero hace buena labor con el muchacho, pocas palabras son suficientes cuando son cabales y el aprendiz es receptivo.
Extraordinario esfuerzo en buscar ilustraciones acorde con el texto.
Un abrazo.

Unknown dijo...

Siempre me sorprende, gratamente, tu forma de interpretar los textos.
La valentía de ese chico,sigue asombrándome, ser capaz de huir de lo que le daña, a pesar de la incertidumbre.

Abejita de la Vega dijo...

De nada, Pedro. Hubo comunicación de intemperie a intemperie, de llano a llano. Las lecturas fueron también una buena sombra para mi, cuando atravesaba campos desolados. Un abrazo.

Bertha dijo...

...cabreo jeje: no cabreo:)

Bertha dijo...

...cabrero...esto de enviar los comentarios por el móvil me la juega disculpa: cabreo:)

Ele Bergón dijo...

Te hice el comentario, pero veo que no ha salido, así que volveré a repetirlo y no será el mismo, eso seguro, pues cada lectura tiene su tiempo.

El cabrero es la parte generosa y creo que entiende muy bien la conducta del niño. En realidad es el único que le demuestra cariño y que sabe por qué está ahora con él.

La sed, tan protagonista en la novela, se siente, se palpa en todo y en todos
y en especial en este niño al que das voz y que se extraña de esas palabras que no son suyas.

Qué bien representas los pensamientos de ese niño que piensa en morir, pero todos sabemos que aún no le ha llegado la hora porque es el protagonista, el recuerdo de su madre, el cómo le inculca la culpa el padre, en fin que la entrada te ha salido completa y como siempre acompañada de todas esas fotos que en otro tiempo y en otro lugar un día hiciste.

Un abrazo
Luz

MIMOSA dijo...

No cabe duda que el cabrero es el ángel caído del cielo que el niño encontró, sin él, la intemperie lo hubiese devorado cual infierno...

Desmenuzada la historia desde la piel del niño, se puede sentir hasta la tirantez de su rostro abrasado.

Gran trabajo. Besos.

Gelu dijo...

Buenas noches, Abejita de la Vega:

El personaje del padre nos cae tan mal como el alguacil. Casi logro escuchar al niño, y lo que piensa, con tu voz.
Nuestras intemperies, afortunadamente, ni en los peores momentos llegarían a ser tan duras como las que tiene que soportar el valiente chico.
Excelente trabajo, como nos tienes acostumbrados con tus aportaciones a las lecturas.

Abrazos.